jueves, 10 de septiembre de 2015

Los bares donde nacen las canciones (I)

El título está inspirado en un verso. Dale, Quique.

El primer recuerdo que tengo de un bar es horrible. Se llamaba (se llama, creo que aún existe) El Jerezano, y era el lugar donde yo acompañaba a mi padre a tomar algo las tardes de Nochebuena, en una burda excusa para sacarme de casa y que al volver, ya anocheciendo, me encontrara con los regalos que había dejado para mí Papá Noel -en forma de madre. Pues bien: era un antro sucio, oscuro y carajillero donde no había una mujer a mil millas y todos los parroquianos parecían igual de sucios y de oscuros, por no decir de desdentados. Yo tenía 4 o 5 años, las tragaperras sonaban que ni en Las Vegas y aún no he logrado saber por qué razón mi padre no me llevaba a la cafetería decente que había a un par de calles. Eso sí, había una máquina que sacaba pistachos –infectos, supongo- cuando metías una moneda de 25 pesetas y que intuyo que fue la única razón por la que no llegué a palmar ahí dentro.

El siguiente bar es un tópico tan absoluto como entrañable: el de una facultad, la nuestra. Eso significa que más que un bar aquello era nuestra casa, y de allí salió lo que somos ahora. Todavía ahora no entiendo por qué nos metimos a estudiar eso, en ese sitio; a la vez, no puedo estar más agradecida. El caso es que se ha convertido en un lugar tan mítico como Troya o la Atlántida, porque fue donde nos conocimos, donde esperábamos a que todos saliéramos del maldito examen para correr a tomar hectolitros de cerveza y donde jugamos a las cartas como si disputáramos la mismísima final de la Champions o la de los 100 metros lisos en unas olimpiadas. No exagero nada: si no nos apuñalamos entonces ya no lo haremos nunca y una partida oficial, de lo que sea, ya nunca será la misma.

La historia sigue en Madrid –dónde si no-, en mi bodega favorita del mundo, principalmente porque es el primer bar al que fui sola en la vida. A base de libros y cañas conocí al guardián del asunto y aquello coincidió con empezar a descubrir Madrid –y con quererla. He vuelto siempre: llevando a todo aquel que se preciara, agarrando cogorzas inhumanas, como primera o última parada de nuestros tours de force por la ciudad. Nunca agradeceré bastante que ahí siga, para entrar todas las veces y recordarlo todo. Porque ha estado en cada visita aka. momento crítico, abrevándome y abrevándonos a todos, aunque fuera (o sobre todo) fuera de horas.

Hay más, muchos más. En Clot, en Granada, en Gijón. En Cuenca, Nueva York y Lisboa. Habrá que escribir sobre ellos. El último está a la vuelta de la esquina, allá en medio del Atlántico, en la parte vieja de una ciudad sorprendente y caótica y medio despeñada llamada Funchal. Era tan bonito como el más bonito bar berlinés y fue el campamento base de la expedición (que como todo el mundo sabe no se encuentra nunca en los hoteles). Además, servían unas ponchas fantásticas y nos dejaban fumar, rodeados de miles de cáscaras de cacahuetes por el suelo. Era bonito, digo: casi tanto como el punto tonto que nos agarrábamos después cenar o como esos selfies que nos hicimos copa en mano. En fin. Hay más, claro. Y claro: habrá que escribir sobre ellos.  


No hay comentarios.: