martes, 26 de marzo de 2013

Cuando van mal dadas.

Cuando van mal dadas hay muy poquitas soluciones. Lo cual no significa que no haya ninguna. Gracias a Dios. Porque, cuando las cosas no ocurren como uno quisiera, uno siempre puede maldecir, patalear, coger rabietas imposibles, blasfemar y erigirse como el santo marqués del numerito. Ejerciendo un derecho irrenunciable, dicho sea de paso.

O lo que es lo mismo: puede abrir un documento nuevo y poner su drama por escrito.

Es algo que calma bastante.

No sé si era Sabina quien decía que de la felicidad (¿la estabilidad?) difícilmente salen grandes canciones. Lo que realmente es fértil es estar jodido, y de ahí que haya que coger y aprovecharlo, no vaya a ser que una vez capeado el temporal vuelva la alegría y se instale en su vida para siempre y ya no haya quien lo siente a escribir dos frases seguidas nunca más. Con la consiguiente e irrecuperable pérdida para la literatura universal. Los claroscuros, las montañas rusas, el ni contigo ni sin ti, los desbarajustes… son a todas luces mucho más interesantes que los remansos de paz.

Por no decir devastadores.

Whatever. Digo que van mal dadas, y que éste, entonces, es un momento perfecto para despotricar. De la industria, donde rara vez mandan los buenos. De la cultura de club esta trágica, que nos hace ambiciosos; que hace que necesitemos siempre un poquito más de dinero, de visibilidad o de poder. De la persona en concreto a quien se le ocurrió levantar el maldito teléfono. De quien fue y le escuchó. De todos sus muertos.

De todos los muertos.

Pero del maravilloso arte del despotrique –como de absolutamente todo- también se cansa uno. Que por algo tiene el famoso doctorado en insatisfacción eterna, maligna e incurable. Llega, pues, el momento de pasar página. Porque si algo sabe a estas alturas es que cuando van mal dadas y uno ya se ha encabronado lo suficiente, sólo hay una forma de proceder: seguir adelante. Ni que sea por probar. Por si de estas, de casualidad, va y se hace más fuerte. Por si en algún bar al que no ha entrado todavía (que alguno debe haber) suenan nuevos valsecitos. Por si se cruza con otro de esos libros fulminantes. Por si aparece, de milagro, otra estrellita. Por si, contra toda lógica, resucita.

O porque lo de avanzar bajo el mismo sol ardiente, con los dientes apretados, también tiene su rollo.

La adicción al veneno, revisitada. Once again. Como no podía ser de otra manera.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Algunas cosas susceptibles de haber marcado el final del invierno.

1. La caída (primero) y el auge (después) –en otro orden hubiera sido directamente criminal- del equipo de nuestros sueños. Conocer el delirio y el polvo, la derrota merecida, el más absoluto desespero. Los chupitos huérfanos, los miércoles más tristes del mundo, el ejército de fanáticos cambiando la cerveza por Prozac, envejeciendo 20 años en un instante.
Para que luego, casualmente, en lo que fue otro 12 de marzo legendario, la esperanza aterrizara en esta ciudad como llegada en un vuelo chárter, sin llegar a contarnos si vino para quedarse o todo lo contrario.
En fin. La esperanza tuvo forma de partidazo. De 92 minutos de ansiedad y temblores conteniendo el aliento. De romper todos los récords (y todas las leyes antitabaco) fumando por los descosidos. De estar todos juntos y no dirigirnos la palabra. El pulso desbocado. Las pupilas fijas en la pantalla. Las doscientas cervezas. Los saltos. Las secuelas de los saltos.
También tuvo forma de grito animal de futbolista herido. Larga, larguísima vida, a ese grito. Y a la más indecente afonía.

2. Las tres o cuatro canciones imprescindibles del nuevo disco de Quique, además de la insoportable forma en que me recuerda a él: benditas melenas.
Caer rendida con Dallas – Memphis desde la primera vez que la oíste. Adorar la ternura con que el tipo habla de Samuel. Pensar que todos nos hemos ido de perros alguna vez. Ir haciendo recuento de versos memorables. Hacer que alguien más se enganche. Y salir un jueves a su encuentro con todo el desquicie que eso conlleva.

3. El viaje a los impulsos que da la bienvenida a toda primavera inhumana. Salir a horas intempestivas por la Gran Vía o la Diagonal en dirección a cualquier otra parte. Esta vez –una más- a Donostia. Con todo lo que has vivido ahí en modo recuerdo playing. Las cajas de música convertidas en cinexines, y tú, valiente, intentándolos (sin éxito) parar. Que es ni más ni menos lo que tienen las cosas imparables.
Entonces llega el momento de apostar contra ti misma: si es la mitad de bonito que Granada (con sus derrotas y sus inhumanas reconquistas) no habrá quién te traiga de vuelta a casa. Pensar que algunas veces es más aconsejable perder que todo lo contrario. Que la forma en que haces algo es la forma en que lo haces todo. Que todo lo que has hecho… Y decidir que igual es mejor dejar de pensar.

4. Las crueles corrientes migratorias, con sus personajitos que vienen y van montando descalabros a su paso. Y eso incluye las cañejas inocentes, las falsas despedidas, los discursos etílico-moñas y los chats de madrugada. También incluye perder –es un decir- al tipo que te viene aguantando como un campeón por las mañanas. Abriendo paso a otro huracán del que no sabes cómo saldrás viva. Aún sabiendo, como siempre, que saldrás.

Fuera de concurso quedan las epidemias de guiños, el licor café, las chicas que son magníficas, Shakespeare, el lado bueno de una película y los afterhours, especialmente cuando vienen después de los afterhours. Nótese, porque vale -y cómo vale-, la redundancia.

Llegados a este punto. Otro par de rondas.
Y bienvenida, primavera.

jueves, 14 de marzo de 2013

Nada.

No hay nada tan frágil como los nuevos sentidos (viejas sensaciones) del mes dos ni nada tan serio como sus patas de gallo en esa foto. No hay nada tan triste como escribir cuñas para Spotify, sabiendo de antemano que las vas a odiar para siempre.

No hay nada –pero nada- tan sórdido como un ministro del Interior.

No hay nada tan grande como la primera cerveza después de un día especialmente difícil. No hay nada tan débil como un gremlin frente a un Jack Daniels ni piel de gallina más real que la que pone una nueva canción que se cuela en el panorama como hacen las grandes canciones: con alevosía, de repente y a traición.

No hay nada más jodido que una página en blanco, ni tampoco nada más sagrado.

No hay nada peor que la absoluta falta de voluntad para con según que cosas. No hay nada tan especial como un par de palabras que vuelan ni nada más frustrante que la impotencia, especialmente en un campo de fútbol. Nada más leve que la mirada que pone el punto final a una historia insoportable. Nada más gracioso que cualquiera de sus chats delirantes. Nada que desquicie más que una noticia a destiempo, cuando menos la esperabas.

No hay nada, y esto es una certeza, un axioma, una verdad incuestionable, más incompatible con la depresión que unos berberechos en una terraza bajo el sol.

No hay tan dulce como la sensibilidad de tres o cuatro músicos que escriben. Ni tan divertido como las resacas con la rubia. Nada tan poderoso como un verso crucial. No hay nada más sobrevalorado que Cesc o Murakami. Nada tan hipócrita como la Iglesia ni tan descorazonador como la fe. No hay nada tan macarra como las escenitas que me monta bajo la ducha ni nada tan inhumano a la vez. No hay nada más adictivo que las historias que llevan la firma de Enric. No hay nada más impresionante que míster-dos-palmos-Fassbender, o quizá sí: la sonrisa del propio Fassbender.

No hay nada más tremendo que ver como poco a poco las tardes se alargan. Nada tan emocionante como plantear la siguiente huida. Nada tan irresistible como según qué textos. No hay nada más gris que la sección de economía y nada más desesperante que el maldito insomnio. No hay nada más definitivo que sus manos ni más tentador que sus ojos.

No hay nada más excitante que la otra noche con él ni tampoco nada más inesperado. Nada más ridículo que los tomas y dacas a posteriori muertos de la risa, uno en Boston y otro en California. Nada más implacable que las confesiones y nada más reconfortante que 92 minutos de fútbol del de verdad.

No hay nada más cruel que las malditas corrientes migratorias. 
Ni nada más bonito que ver llegar, con una caña en la mano y presintiendo que habrá que atarse otra vez los cinturones, la bendita primavera.