Aquella noche, de festival fuera de casa, dejamos atrás los
remilgos. Si se enteraban, qué más daba. Incluso si nos veían uno encima del
otro. Qué le íbamos a hacer. Montamos un puzzle tremendo para poder dormir
juntos, pidiendo favores a los pobres compañeros que compartían habitación con
nosotros. Imposible decir cuál de los dos le tenía más ganas al otro.
Llevábamos un par de meses sin vernos, hablando por teléfono. Cogimos una
bicicleta, sólo una. Decir que habíamos bebido un poco es un eufemismo. La caída
fue legendaria. 90 kilos de menda encima. La anestesia etílica ayudó bastante,
y la hostia se convirtió en una especie de mito griego en modo vikingo. Por
primera vez entramos y salimos del hotel sin parecer polizones. A la mañana
siguiente, pronto, destrozados los dos, bajamos a desayunar. Luego él se fue a
la playa. Ignoro con qué fuerza interior. Y cuando aparecí yo casi al mediodía,
con el resto de colegas, se vino a sentar a mi lado, invadiendo la toalla y el
espacio. Fue su forma de decir ‘qué pasa, vale ya de hacer el tonto’ y el
personal, sin más, lo captó. Los moratones duraron semanas, y lo que es peor: hubo
muchos, muchísimos más.
Yo estaba en París cuando me encontré las 9 llamadas
perdidas. La decisión estaba tomada. Y algo dentro de mí dice que así es como
debía ser. Sobre todo en cuanto a reencuentros animales se refiere.
……………..
Todo empezó una mañana de marzo. Había dormido menos de 2
horas y por eso tardé en recuperar la conciencia. Pero el tiempo que pasó hasta
que me desperté del todo no importa. Lo que importa es que en aquel momento él
estaba encima mío, y hacíamos el amor por segunda vez en la historia, en
nuestra historia. Solo con ese dato, con ese detalle insignificante, ya debería
haberlo visto. Había un imán entre nosotros. Nunca me había pasado antes, me
refiero a hacer el amor absolutamente inconsciente, y no por culpa de una
borrachera, sino en un estado de abandono total. Mi cuerpo volando solo. Ni una
conexión con el planeta tierra. Nunca me había pasado antes y tampoco me ha
vuelto a pasar después.
Digamos que las condiciones no eran las más adecuadas para
empezar algo. Había alguien más en el panorama, y también algo más que no nos permitía tirar millas libremente. Nos dio igual
todo. El sentimiento, desde el principio, fue más fuerte, y nos enfrentamos a
todo lo que se iba oponiendo. No fue especialmente fácil ni tampoco
especialmente difícil. Simplemente sabíamos, con una claridad meridiana, que no
había otra opción.
De todas formas, tuvimos que escondernos. Durante el primer
mes, más o menos. O quizás fueron seis semanas. Excepto un par de veces que
salimos de la ciudad, estábamos permanentemente alerta. Una noche, cenando en
un restaurante, un grupo de compañeros pasó por delante de la gran cristalera:
debí de contener el aliento un minuto entero. Él, de espaldas a la ventana, no los
vio. Hubo otros sustos. El riesgo lo hacía todo, si cabe, más intenso. Al final
solo éramos libres en una de las dos casas, y también cuando nos íbamos a otra ciudad.
Entonces nos cogíamos de la mano por la calle, o nos dábamos besos, o me cogía
en brazos, borrachos como cubas los dos invariablemente, por fin libres. Pero
en nuestra ciudad no. A veces nos rozábamos en el ascensor, para adoptar una
falsa distancia cuando se abrían las puertas. En aquel momento parecía que nada
ni nadie podría separarnos. Cualquiera de los dos hubiera puesto la mano en el
fuego. No teníamos la menor idea de lo equivocados que estábamos.
……………..
Otra vez primavera. Entonces yo vivía en otro mundo y tardé
poco en descubrir que él efectivamente parecía de otro mundo. Las noches
eternas, las maratones más propias de un extraterrestre que de un ser humano. Al
menos como los que yo había conocido hasta entonces. El acento, la media
sonrisa pícara, los litros de mojito compartidos. La noche que me presentó a
sus compañeros y acabamos todos en un club privado de cuyo nombre no quiero
acordarme. Haciendo el cafre como muy pocas veces en la vida. Sin concesiones,
sin puertas, sin ventanas. All night long.
El mismo guión tantas veces repetido. Es jueves y anochece.
Primero las mil quinientas cañas. Luego ver si cenamos algo, aunque ambos
sabemos que lo que interesa es el vino. De repente corte y uno de los dos se
levanta y pide la cuarta copa. Y luego a casa, claro. A tomar el último chupito
y sacar al alien que lleva dentro. Hasta que se hace de día –por fin viernes- y
llama al curro desde la cama diciendo que está haciendo unas fotos en,
pongamos, la t4. Entonces vuelta a empezar, y en algún momento toca suplicar
piedad y levantarse cojeando y llegar a la ducha, y pedir que vayamos a por el
periódico y la primera caña y… Si la buena vida existe, se parece mucho a ese
tándem de jueves y viernes agotadores y tremendos.
Luego la noche en que, pasado un tiempo, estuvimos bebiendo
en su casa. Después de cuatro horas hablando y tomando una copa tras otra en el
sofá, le dije que me iba para casa. Él respondió que me acompañaba a la puerta.
Y entonces me cogió en brazos y me llevó a la cama. No hubo protestas, ni remilgos, ni tonterías. El otro día de repente me acordé. Y me di cuenta de que es
probable que no lo olvide nunca.