martes, 27 de noviembre de 2012

Es hora de.

Y entonces se hizo el invierno. Tardando lo que dura el otoño y un poquito más, porque hasta anteayer estábamos bebiendo en las terrazas de los bares, muertos de risa y de cigarrillos. En un año en que se descubrió que todo es posible, incluso tropezar con la misma piedra o llorar oyendo a san Leonardo, en una noche que merece tantísimo un texto propio que yo, de miedo atroz, soy incapaz de escribirlo. Y en que también se descubrió a un hombre que escribe como los ángeles y escucha a Nacho y ama los bares y detesta las tonterías, por muy madridista que sea el idiota. Por muchas historias de amor jodidas que haya vivido. Superviviente nivel: negro sobre blanco, que es la mejor clase de supervivientes que yo conozco, o al menos la más elegante. Malditas como siempre, asaltaron las preguntas, incluso a traición y en mitad de los sueños. Las respuestas, como suele pasar  -como debe de ser-, nunca llegaron. Hubo un cuatro en raya de domingos lluviosos teléfono en mano y hubo despedidas y hubo recuerdos. Recuerdo estar en un Tony 2 a puntito de cerrar y, rezando para que no lo hiciese, contarle a alguien que la felicidad debía de parecerse un poco a eso. Recuerdo una tarde donde se mezcló todo. El vino y el licor café. La dulzura y lo más salvaje. And though she be but little, she is fierce. Recuerdo una barra en el Sacromonte, una noche de goles animales y una después de un concierto. Recuerdo una furgoneta con el maletero abierto, en un valle de cuyo nombre no quiero acordarme. Recuerdo una siesta impostora y redentora y monolítica y lapidaria. Recuerdo, porque no las quiero mirar, un par de fotos y una mandíbula. Recuerdo el carrito de homeless que vigilamos anoche. Justo cuando se hizo el invierno.


lunes, 19 de noviembre de 2012

Ahí, el frío.

Desde hace 5 años, todos los inviernos, de lunes a viernes, en horario laboral, muero de frío. Son unas 7 u 8 veces al día, las que salgo a fumar un pitillo en la escalera de incendios de un metro cuadrado que hay a 5 pasos de mi mesa. Tiene la altura de un cuarto piso y no está para nada resguardada del viento, así que yo calculo que la temperatura debe ser unos 2 o 3 grados menor que la de la calle. Y eso, en diciembre y en febrero, significa estar a pocos grados. Pero como si nevara. A mí me da igual, yo salgo religiosamente cada vez que me apetece fumar, que es bastante a menudo. Vaya, que habré salido cientos de veces.

'La pobre está tarada', pensará más de uno. 'Helarse mientras se gana un cáncer de pulmón, todo junto.' 'Además de cornuda, apaleada.' Pero no saben cuánto me gusta fumar. Que me gusta bastante. Ni tampoco lo que me gusta ese metro cuadrado que se parece a los Alpes, por urbanas y mundanas y catalanas que sean las vistas. Ni lo que me llega a gustar el aislamiento momentáneo que consigo ahí, en mitad de e-mails y reuniones y conversaciones y demás historias que pueblan un día en el trabajo. Se ha convertido, de hecho, en uno de mis sitios favoritos en el mundo. Tal cual lo oyen.

Porque ese es el lugar donde, tras horas y horas buscando una idea medio buena o la frase cuasi perfecta, ésta -como un milagro- se me aparece. No me ha pasado una o dos tardes, sino muchísimas veces. De tal forma que tengo que dejar el cigarrillo apoyado en cualquier lado (muchos días el maldito va y se vuela) y entrar como una posesa para escribirla en algún lado, no vaya a ser que tan rápido como ha llegado se marche volando, como el pitillo. Es el lugar donde he discutido con todos mis novios y desde donde he mandado mensajes locos a mis amantes. Llorando como una condenada o con una sonrisa burlona en la cara. Ahí se han gestado las mil y una convocatorias para ver jugar al hombre-perro, todos juntos, donde siempre. Ahí es donde mi madre, siempre al teléfono, me ha tranquilizado sobre unas dos mil cosas que ahora mismo soy incapaz de recordar pero en su momento me agobiaron como el demonio. Ahí, cigarro en mano, he celebrado de forma privada pero exultante cada billete de avión comprado en este tiempo. Qué sé yo: Budapest, Croacia, San Francisco, Granada. Y ahí, cómo no, también me han asaltado todos los recuerdos de Budapest, Croacia, San Francisco y Granada. 

Ahí, sin ir más lejos, se me acaba de ocurrir este post, después de un tiempito sin escribir nada. Y me he dado cuenta que el frío atroz en ese metro cuadrado es mucho menos atroz y que hace tiempo que merecía constar por escrito.