miércoles, 2 de diciembre de 2015

El extraño caso del bolso César.


Era un jueves de, pongamos, final de primavera y habíamos salido a comer como todos los jueves desde tiempos inmemoriales. Al sol, en grupo, al garito que adorábamos por sus bocadillos de bacon queso con fritas siempre al borde del estrellato Michelín y más allá.

Un menú tan irresistible para mí que semana tras semana me las arreglaba fluctuando entre la tortilla francesa a secas y la ensalada César a 12 pavos, con el chute de glamour que eso conlleva. Para el personal del garito, yo era la-de-la-tortilla-al-plato, no sé si me explico: algo demencial.

Bien, era tal el chute de glamour del asunto, decía, que solo podía ser superado por lo que hice yo aquel día, en un arrebato de torpeza y odio por el mundo y en especial por mi propia persona, que fue ni más ni menos que tirarme toda la ensalada, que era como media estepa rusa, justo encima.

Bueno, mitad en la falda (aún se llama falda César) y mitad dentro del bolso, directo a lo más profundo, a lo más recóndito. Con su salsa, su pollo, sus picatostes y demás entre todos mis bártulos y bartulitos. All in.

¿Adivinan cómo se llama aquel bolso? Pues eso.

Casi muero. Ese jueves estuve al borde de la muerte, y no es broma, aunque lo más gracioso de la historia es que lo de la ensalada era lo que menos me importaba en aquel momento, porque vivía con el corazón, y el cerebro y hasta la última partícula de mí misma al borde del colapso por razones que ahora no vienen al caso.

Y si alguien piensa que lo solucioné con el numerito aquel, lo lleva claro.

jueves, 26 de noviembre de 2015

La actitud.

Cada vez me doy más cuenta de que sin carácter, sin personalidad, no vamos a ningún lado. Me refiero a lo que escribimos, claro; pero también a cómo trabajamos, cómo nos relacionamos, cómo vivimos. Lejos de la seguridad, la prudencia, los manuales. Porque se puede ser perfecto, un mecanismo certero y preciso de relojería siempre impoluto, siempre brillante. Pero todo eso, sin magia, no sirve para nada.

Es el famoso ‘la letra, la música, la interpretación y algo más que no se sabe exactamente qué es’ pero que hace que una canción sea un milagro. Eso que está bastante lejos de la fría calidad de lo académico, y que catapulta cada cosa que hacemos fuera de lo habitual, de lo esperable, y hace que algo se mueva. Quien lo advirtió lo sabe.

Leí a Moehringer y Rhodes estas últimas semanas. Son dos tipos absolutamente complejos, desde luego no modelos de excelencia. Y sus libros tampoco pasarán a la historia como obras maestras universales, y maldita la falta que les hace.

Los dos derrochan alma.

Sus voces están cargadas de dolor, de rabia, de mala leche. De amor y compasión a veces. No son racionales ni aleccionadores ni mucho menos presuntuosos. No escriben para sí mismos ni tampoco para ganar nada. Pero son auténticos y por eso llegan –y cómo llegan.

Nada como una personalidad verdadera para aniquilarlo todo.

El entusiasmo es contagioso. Ante el carácter no puede uno quedarse impasible. Fracasará algunas veces, podrá producir rechazo, pero nunca es anodino. Y ser memorable, en los tiempos que corren, bien vale el riesgo.

Es la actitud, y se puede aplicar a todo. Los bares tienen alma o no la tienen. Un e-mail puede tenerla. Un puto jersey, un bocadillo, un hotel, lo que sea. Se puede poner actitud en el trabajo, en la cama, en un desayuno, en palabras. Kiko Amat, Jabois, Enric González, Leila Guerriero, Casciari. Ellos van sobrados, porque buscan una voz, porque se arriesgan.

Es lo que diferencia un documento de un proyecto al que no puedes no unirte. Lo que convierte un código civil en una gran historia. Es lo que distingue a una luciérnaga de un relámpago. 

Es una firma, un sello, un maremoto. Una postura frente al mundo. Un ‘aquí estoy y yo me mojo’. Algo imposible de copiar, único e intransferible, lo más valioso: hay que buscarlo.


Lo vi claro: me da igual lo perfecto que sea nada, me la suda. La actitud va de otra cosa, que es la que lo cambia todo.