martes, 29 de abril de 2014

Por goleada.

Se desata el huracán y ahí estás tú, en mitad de la nada, sola, desvalida e impotente, a merced de los putos elementos. Con las manos vacías y los bolsillos aún más vacíos y lo que es peor: con el maldito corazón temblando del susto y a la intemperie.

Y te das cuenta de que has hecho muchas, muchísimas cosas, en la vida, pero nada para merecer esto. Que hiciste feliz a unas cuantas personas y daño a unas cuantas más, que tomaste cientos de decisiones y que anduviste por muchos caminos renunciando a muchos otros, pero que nunca –nunca- elegiste nada –nada- que ni remotamente pudiera llevarte a desembocar en el centro exacto de esta brutal tormenta.

Te das cuenta por fin –quizás lo vislumbraras antes, pero ahora simplemente lo ves, claro y meridiano- de que hagas lo que hagas la vida, tu propia vida, estará fuera de tu alcance. Que en las cosas importantes raramente tu voluntad, más o menos férrea o disciplinada, servirá para algo. Que, socorro auxilio, lo que eres inconscientemente será siempre más fuerte que lo que puedas controlar sobre ti misma. Y que –todavía más grave- lo que quieras inconscientemente será mucho, muchísimo, más fuerte que lo que decidas amar a conciencia.

Vengo a decir. Que por mucho que te esfuerces en matar algo, en esconder algo, en enterrarlo, en evitarlo, aunque lo hagas con todo el empeño y con todas tus fuerzas, esto volverá a ti –renacerá una y otra y otra y otra vez más- hasta explotarte en la cara cuando menos te lo esperes.

Y ahí estarás tú, en mitad de la nada, con tu jeto de perfecta gilipollas y con la psicorrigidez que tanto te has currado hecha añicos, chillando en silencio un ‘qué he hecho yo para merecer esto’ digno del mejor Almodóvar. Y verás que estás sola, a la merced del viento y de la lluvia y de demás fenómenos infinitamente más grandes que tú –tan diminuta- e infinitamente más incontrolables.

Y ahí estarás tú, en mitad de la nada, calada hasta los huesos, descubriendo día a día, minuto a minuto, que justo cuando creías que lo tenías todo bajo el más absoluto control, justo entonces, el temporal te ha ganado por goleada.

Que la emoción te ha ganado por goleada.as﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽yo para merecer esto digno del mejor Almodar, en esconder algo, en evitarlo con todas tus fuerzas, esto vendr es más

miércoles, 16 de abril de 2014

Ayer te vi.

“Cuando yo era niña decía siempre sí. Sí al juego, al canto, a las exigencias familiares. Cuando tenía tres años era bellísima y sonreía. (…) Me ponían sobre una silla y me hacían cantar. Yo cantaba. Me ordenaban silencio. Me callaba. Me mandaban a un rincón con los juguetes rotos y polvorientos y allí me quedaba. Hoy pienso en esa niñita y me asombra comprobar cómo trabajaron para arruinarme. Labor perfecta. Quedó lo que tenía que quedar: un poco de ceniza.”
Alejandra Pizarnik.

Ayer te vi, y estabas igual.
Dos años mayor (no sé si eso implica dos años peor, aunque es probable), pero estabas prácticamente igual.
Quizás con algo ya de señorita en tu cara de niña.
Con los ojos igual de vivos, tratando de descubrirlo todo, de comprenderlo todo lo antes posible.

Como hacen, supongo, las niñas que prometen.

Ayer te vi y claro, me transporté a la Barceloneta, a aquel mediodía de julio que fue –él también lo sabe- más que increíble.

Hacía mucho calor y un par de semanas que no le veía. Hacía un calor atroz y algo dentro de los dos ya veía que aquello no podía ser. Y aún así volvió a ser mágico, una animalada tremenda como las que solo nos podían pasar a nosotros; como las que habíamos vivido desde el día uno allá en Granada.

Hicimos lo que teníamos que hacer: inmediatamente después de abrazarnos fuimos a buscar cerveza. Y en el patiecito del bar, a la segunda mediana, me dio sus regalos: la única petaca en el mundo que merece llamarse ‘pitaca’ y aquel carnet que aún sigo viendo todos los días y que quería que yo tuviese porque el muy molón salía especialmente guapo en la foto.

Tras otra caña más, decidimos que para sobrevivir habría que comer: qué cosas. Así que fuimos a hacer la mítica cola en Cal Maño, donde cayeron un par de quintos más. Me acuerdo de él contándome cómo había ido la semana de locos con su familia y también de que yo empezaba a tener tentaciones de cogerle la mano, sacarlo de la cola y correr a encerrarnos a casa.

Pero entramos. Y al vino lo acompañaron unas gambas y una ensalada y unos chipirones y no sé si unas sardinas. Poco a poco se nos fue olvidando que estábamos un poco tristes y que faltaba nada para mi cumpleaños, así que decidimos celebrarlo con un  par de carajillos. 

Y ahí es cuando me di cuenta de que tú nos mirabas con los ojos como platos.

Estabas con tu padre y un amigo, que intentaban entretenerte con cualquier cosa, pero a ti parecía llamarte más la atención lo que sucedía en la mesa de al lado. Nuestra mesa, en que relucían, malditas, las últimas cenizas de algo que por fuerza tenía que acabarse.

Así que empecé a hablar contigo y tu padre me lo agradeció enseguida. Se notaba que querías una tipa cerca. Y no sé cómo, terminaste sentada en mis rodillas con mi bolígrafo preferido dibujando en el mantel, toda contenta. 

Debíamos ser una linda estampa: yo toda borracha y tú toda contenta. 

Debíamos serlo, porque no sabes cómo me miraba él en aquel momento contigo encima: alguna vez también te mirarán así y sabrás qué se siente. Es algo que no puedo explicarte con palabras.

Estuvimos así un rato: tú dibujando, yo bebiendo un licor café que él había pedido para rematar la jugada. Luego te enseñé algunas letras, y hablamos algo más con tu padre y luego pedimos la cuenta. Fue bonito, porque hicimos un gran trato: yo te daba a ti mi boli y tú a mí el dibujo (que por cierto aún conservo). Y nos despedimos.

De ahí, estaba claro, nos fuimos a encerrar en casa en lo que fue una siesta inhumana que se prolongó un par de días.
De ahí, estaba claro, se nos fue la historia a la mierda.
Y de ahí cada uno a una ciudad, a una nueva trinchera.

Y poco a poco se fueron olvidando las cosas, y entre ellas, el sábado aquel en la Barceloneta.

Hasta ayer.

Porque te vi y al momento todo volvió. Y me pregunté si ya estarías aprendiendo a leer, si seguirías echando de menos a una chica cerca cuando te tocara pasar el fin de semana con tu padre y si te alegrarías tanto de encontrar a alguien con quien dibujar en algún garito. 

También me acordé de mi boli favorito, que no me costó nada regalarte.

Me miraste con esos ojos de chica lista, sin reconocerme.
Pero yo sí te reconocí a ti.
Y al sonreírte me di cuenta de que ya andaba cerca otro verano.

miércoles, 9 de abril de 2014

A fuego.

Así se quedarán de grabadas en el corazón las dos o tres horas que pasamos juntos aquel día, con sus cinco cañas en modo exprés y sus tropecientos –respectivos- disparates.

Así van a permanecer guardados en la memoria el par de ojos que solo se atrevían a clavarse en los míos muy de vez en cuando, y no me extraña, porque la bomba fue de carácter masivo, expansivo, nuclear.

Así caía la luz sobre ti mientras, poniéndole no dos, sino doscientos cojones, me contabas lo que te estaba pasando desde hacía ya bastante tiempo. Y supongo que también sobre mí mientras, abriendo mucho los ojos, intentaba procesarlo todo a la velocidad del rayo, aunque por una vez –maldita sea- no lo consiguiera.

Así se van a quedar impresas en estas retinas todas las cosas que te atreviste a decirme y que –y lo escribo conteniendo el aliento- no sé si nunca me volverás a decir.

Así van a envejecer el amor y la brutalidad y el asombro y lo extrañamente sencillo que fue hablar a pesar del shock, y lo dulce, y lo valiente, y lo bonito, mientras algo dentro de nosotros (o a saber, una mano inocente o un dios aburrido y perverso o incluso el mismísimo tiempo) intenta decidir qué hay que hacer ahora con esto que resulta que nos ocurre. O qué hay que no hacer, aunque sea un poquito más duro y también un poquito más triste.

Así quedará el jueves que nos dio por vivir –por querer, por querer confesar, por desahogarnos- peligrosamente. Grabado. En algún lugar del corazón. O lo que es casi lo mismo: puesto, al menos, por escrito.