martes, 26 de febrero de 2013

A, B y Z.

A y B se conocen. Durante un tiempo conviven, bajo un estricto (aunque surrealista) horario de oficina. A es capaz de picar a B, y B siente que A no le cae mal de todo. Pasan unos meses. Durante esos meses, A y B trabajan mucho, se emborrachan (también con C, D, E, F, G… N) y se puede decir que lo pasan bien. Conjugan días de estrés y de resaca y, aunque las condiciones no son las mejores, aprenden a reírse juntos. Y con N también, por supuesto.

Al cabo del tiempo, una noche después del trabajo, A y B salen con C y D y E (N) a cenar algo. Luego se toman una copa, y dos y tres, y sin que haya ninguna intención previa acaban casi todos en casa de B. Gracias al alcohol y también a la inconsciencia, esa noche A y B descubren que pueden hacer algo más que reírse.

Al día siguiente B se levanta, vuelve a su mesa y cree que ha sido divertido y punto. Para su sorpresa, A escribe algo, nada concreto, pero el valor está en eso, en el algo. Más tarde comen con N y se despiden y B piensa que A es agradable por escribir. Y punto.

Pasa la semana con sus horarios indecentes. 7 días más, ni más ni menos, y N (A y B incluidos) salen de nuevo a tomar una copa. 1, 2, 3… B piensa que E y F son demasiado, pero de repente se encuentra otra vez en un taxi con A, el mismo alcohol y un poco menos de inconsciencia y esa noche se vuelven a encontrar de forma parecida (aunque no igual) que la primera. Al día siguiente salen todos juntos otra vez, y A y B vuelven a marcharse juntos, y lo mismo el tercer día. El cuarto (es domingo) A vuelve a escribir, esta vez más concreto y más bonito. Al leerle, B sonríe. Y punto.

Después llueve. Llueve durante muchos días seguidos. A y B ya se ven a menudo, porque además de a reír han aprendido a dormir juntos. A le cuenta, B le escucha y asiente y sonríe. Sigue habiendo alcohol pero casi no hay inconsciencia, y mientras, N, sin saberlo, les acompaña en su nueva aventura. Sigue lloviendo. Pero hay besos Fidel Castro, besos Gene Kelly, besos añejos, y A y B prácticamente no se dan cuenta de que pasa el tiempo y de cómo pasa. Si por un casual resulta que se dan cuenta, parece que les gusta.

Aquella semana B deja el trabajo y echa a A un poco de menos. ¿Dónde estará la inconsciencia? –piensa- y se pide otra copa. Le va a buscar, y ven películas, y cenan y beben y… llamémosle ETC.

Un día A y B cogen un tren, y pese a algún cambio brusco de vía, siguen riéndose y durmiendo juntos y están contentos. A hace misiones y B se ríe de él, y B se emborracha y luego deja que él también se ría. Descubren las gambas, y A le deja pedir lo que quiera y hasta le limpia el pescado. Curiosamente, hay un AC de por medio.

Vuelven y ya no pasan días, sino meses. ETC. Ríen, duermen, beben, hacen un viaje, luego otros viajes, van a conciertos. ETC, ETC.

Algún día A y B riñen por culpa del trabajo. Otros, por algo relacionado con N. Cada vez están un poco más tristes, pero como se quieren, siguen a lo suyo. Hay momentos bonitos, que luego B recordará de vez en cuando. Y pasan más meses, y hay más noches bonitas y más discusiones. Y más copas y más conciertos, ETC. 

Hasta que, pobres de ellos, sin poder hacer nada por evitarlo y con todo lo que conlleva, dan de bruces con la mismísima Z.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Por si acaso.


Pero por si acaso. Por si aún no le han dicho que estuvo ahí como nadie. Que pese a ser un idiota en muchas cosas, en esto siempre fue irreprochable. Que su lealtad para con él era infinita y que es imposible que no estuviera increíblemente orgulloso del tipo en que se había convertido.

Por si se le olvida recordar que cayera quien cayera nunca faltó a una de sus citas.

Y también por si estos días anda bebiendo demasiado. O demasiado poco, que sería igual de terrible. Por si le ha dado por pasear por los bajos fondos. Por si no le apetece escuchar música o ha dejado de leer. Por si hace demasiados días que no se deja acariciar. Por si siente esa clase de frío que es tan difícil sacarse de encima con abrigos. O por si se despierta en plena noche y al tomar consciencia de lo que pasa se le viene el mundo encima. Por si ha encajado regular el derechazo. Por si le está dando por llorar o por gritar en susurros, cabizbajo, ‘¿dónde estás?’.

Quizás soy lo que menos necesita.

Pero por si acaso. Por si él solo no se da cuenta de lo que se le echa de menos cuando desaparece. Al menda con los cuellos gastados de vacilar. Al chico dulce y cafre, tierno y algo estúpido, inteligente y macarrita. Al mejor contador de historias de este lado de Alabama. Por si esto ayuda a quitarle la lluvia de los zapatos y a suavizarle las patas de gallo. Por si pronto necesita una cerveza bien tirada. Por si le recuerda que siempre se la jugó como un valiente.

Porque, y puede que ahora no se lo crea, es un valiente.

Quizás soy lo que menos necesita.
Lo cual no era razón para no mandarle esto. Con un millón de besos de propina.

jueves, 14 de febrero de 2013

De añadas y frioleros.

Hace no mucho, estuvimos un fin de semana en un pueblo perdido – más bien perdidérrimo- del Pirineo catalán. Habíamos comido los primeros calçots de la temporada (quien no haya probado los calçots será incapaz de entender el hito sentimental que esto supone) y seguido con la consiguiente, valga la redundancia, sobremesa. O lo que es lo mismo: habíamos ingerido la cantidad de alcohol suficiente como para que, a falta de afición por algo incomprensible llamado Catán, alguien sacara una guitarra.

Los demás, con efecto inmediato, nos convertimos en un equipo de coristas borrachas de, siendo muy generosos, tercera división.

El resto es historia. Cayeron todos los temas del mundo, cada uno de su padre y de su madre: Sabinas y Calamaros, Muses e Irons&Wines… Qué sé yo. Pudimos estar horas cantando. O más bien intentándolo. Nunca llegaremos a agradecer lo bastante a los dioses la suerte de contar con él, bendito sea, que desde siempre ha sido el único capaz de afinar y por ende, de guiarnos a los demás en el misterioso mundo de la harmonía.

Porque lo que es el resto... Que Dios nos conserve la vista, porque el oído, desde luego, lo hemos perdido.

Decía que estuvimos horas cantando, así que nos dieron las tantas y se hizo de noche. Era un sábado del mes de enero. Pero nosotros, lejos de cejar en nuestro empeño, envidamos a la suerte y no sólo no dejamos de cantar sino que abandonamos el calor del salón de la casa para salir al jardín, a seguir con nuestra operación tuna particular. Dándole más rollo al asunto: montando el circo alrededor de un fuego que alguien, menos misericordioso que borracho, se había encargado de avivar. Por si en algún momento, de casualidad, nos daba por cenar, cosa altamente improbable.

Total, que allí estábamos. Ocho o nueve almas de cántaro –y nunca ha venido tan a cuento esta expresión- alrededor de un fuego a no sé cuántos grados bajo cero y encima cantando.

En estas llegó el típico momento entre canción y canción en que lo propio era discutir cuál iba a ser la siguiente.

Ya digo: el frío animal, la noche cerrada, el fuego crepitando. Muchos gorros y aún más guantes. Y claro, también un par de botellas y un par de pares de copas que se iban vaciando periódicamente desde hacía mucho –para entonces ya muchísimo- rato.

Fue cuando pasó. Empezaron a sonar los primeros acordes y las notas de la guitarra cortaron el aire.

El brinco en el corazón fue legendario. Habían pasado años desde la última vez que la oí. Había sido mi canción favorita. De las 4 o 5 que en algún momento me robaron el corazón de verdad, con todas las letras. Y ahí estaba, olvidada en lo más profundo de la memoria, vete a saber si como mecanismo de defensa o por qué extraño fenómeno psicológico. Enterrada en lo más recóndito. Hasta esa noche.

Como es natural, nadie más se la sabía. Es lo que pasa con las canciones que sólo se han publicado en EP’s prácticamente desconocidos. Pero precisamente por eso había que cantarla. Quién dijo miedo habiendo hospitales. Además, a esas alturas de la noche ya no quedaba el menor resquicio de vergüenza y a duras penas nos veíamos las caras más allá de los cigarrillos-luciérnaga que se encendían a cada calada.

El tipo de cosas que sólo pasan en Norteña. Un mano a mano prácticamente susurrado. Dos voces y todo el silencio del mundo alrededor. En un valle perdido entre montañas. Y la historia de un tipo que dejó escapar a una chica friolera y por poco muere congelado. Basada, además, en una tremenda melodía tradicional. De aquellas que han calado hasta los huesos a hombres y mujeres de todas las generaciones.


Una canción susurrada a dos voces con todos los ingredientes imprescindibles: mantas a cuadros, promesas, riñas, olas. Y también inviernos.
Inviernos infinitos, que son los más tremendos.



lunes, 11 de febrero de 2013

Febrero.

Febrero otra vez.
Y anda que no ha llovido.

Dejar la primera agencia y volar a Madrid.
Estar solo y que estar solo fuera más que bonito.
Caer rendido ante la belleza de la Filmoteca.
Ir a ARCO. Y a las fiestas de ARCO. Para volver casi siempre que has podido.

Que una madrugada, estando en Móstoles haciendo nada bueno, se pusiera a nevar. Conseguir llegar a casa a las mil quinientas y ver una peli de Woody Allen.

Conocerle a él y que el Lazarillo, a su lado, fuera un verdadero angelito.

Que despacio, con dulzura, casi con suavidad, llegara la primavera.
Descubrir que la luz de la ciudad entonces no se parecía a nada que hubieras visto antes.

Conocer un club privado digno de una película de Tarantino. Y a un dj directamente sacado de una de Todd Solondz.

Que un día cualquiera unos gitanos te cantaran en plena calle. Que no pudieran ser más guapos.

Viajar a Vigo, y a Cuenca, y a París, jugando a ser Willy Fogg por unos meses.
Volver a casa solo para oler el mar. Mentira: también para la feria.

Fracasar la cantidad justa de veces.
Recibir visitas animales.
Cerrar todos los bares que pudiste.

Y también leer a Esquilo. Y a Borges. Y a Lorca.
Conocer la sonrisa perfecta de un artista disfrazado de camarero.
Hacer el tonto con un profesor, previa matrícula de honor tremenda.
Desarrollar, en la misma línea de cosas, esa triple moral calidoscópica que aún conservas. Y hacerlo como si fuera tu misión en la vida.

Entender que difícilmente beberás cañas mejores.
Que estás jodido, porque lo que viviste ahí no se olvida.

Y matar por volver siempre. Llevar a todo hombre que te ha importado un poquito. Incluso tener que escapar, alguna vez, a lomos de un tren de esos rápidos.

Un tren como el que, y lo escribes conteniendo media sonrisa, cogerás, sin ir más lejos, el viernes por la tarde.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Por qué mañana voy a palmar del susto y el día 26 aún más.

Nací en julio del 84, y mi madre, que es el ser más forofo que conozco, jura haber sobrevivido a aquello gracias a las olimpiadas de Los Ángeles, si no de qué. Que no había noche que el maldito bebé que fui la dejara dormir en paz y que la salvaron del suicidio postparto las tropecientas pruebas de los juegos. Que no se perdió ninguna: del remo a la halterofilia, del bádminton a la esgrima. Y que decidió que si había que tener otra criatura sería coincidiendo con Seúl 88 or nothing. Ella es muy suya y al final fue nothing, y nunca se sabrá si fue por falta de olimpiadas en años impares, aunque yo no descarto la idea.

Me doy cuenta de cuán premonitorio fue este despertar mío a la vida en lo que a deportes se refiere, porque toda mi infancia estuvo marcada por personajes, carreras, partidos y demás citas deportivas que en mi casa se vivían con épica desaforada y lanzamiento de mandos a distancia contra una tele que, estoica como ninguna, resistió como una jabata. Si alguna vez me decido a creer en Dios algo tendrá que ver con la televisión irrompible de mi infancia.

De entre todos los personajes míticos de mi niñez sobresale sin duda el Pollo Pantani, que desde entonces me ha parecido el único ciclista creíble que ha tenido la historia de la humanidad ciclista. A mí no me cabía en la cabeza cómo se plantaban mis señores padres a ver el Giro, el Tour y la Vuelta durante horas interminables con el buen tiempo que hacía fuera y la playa al lado de casa. Pero no había Dios que los apartara de su sempiterno final de etapa, ni siquiera el día de mi mismísimo cumpleaños.

El Tourmalet, los puertos de categoría especial, las subidas a los lagos de Covadonga y las contrarrelojes eran viejos conocidos para mí, tanto como Oliver y Benji o cualquiera de mis peluches.

Después una cosa llevó a la otra. Los recuerdos –¿serán los años?- se difuminan, pero tengo la imagen de mis progenitores animando a Ben Johnson como si no hubiera un mañana, cuando éste ya le empezaba a ceder el trono a Carl Lewis. Sé que supe lo que era el SIDA a través de Magic Johnson a una edad más que tierna y también que Wimbledon y Roland Garros, en aquella casa, eran acontecimientos innegociables. 

Pasó el tiempo, y las cosas no se enderezaron. De aquellas, mis suspiros preadolescentes se dirigían –visto ahora, no me extraña: una, que ha tenido criterio desde tiempos inmemoriales- a Sasha Djordjevic. Nunca la combinación de coderas y rodilleras ha estado más al alza ni nunca nadie ha animado tanto a un cachorrito como él hizo con la Bomba. Los gestos de admiración del yugoslavo hacia Navarro hacían que el Palau entero se pusiese en pie, y a juzgar por la trayectoria del chaval nadie discutirá el buen ojo que tuvo el que fuera su maestro. Todavía hoy, los domingos a la 1 del mediodía que nadie coge el teléfono en casa toca suponer que juega el Barça de baloncesto, aunque últimamente nos esté dando menos alegrías.

Luego ah, el fútbol. Que merece un capítulo aparte. Con la obsesa de mi madre como fanática barcelonista y con mi señor padre diciendo que él ‘era del equipo que mejor jugara’, aunque con los años fueran saliendo a la luz sus inclinaciones madridistas y él perdiera toda credibilidad posible. Por suerte para ambos (y para la paz mundial) se separaron relativamente pronto. Yo, por mi parte, seguí la senda de mi madre, creyendo a pies juntillas que el equipo de uno es el materno, como la lengua, y visto así no hay más que hablar.

Al principio, no obstante, me limitaba a alucinar con la adrenalina familiar en los partidos, temiendo continuamente infartos que me dejarían huérfana y desvalida a mis años. Recuerdo la noche de Wembley y la botella de cava que se abrió en casa y también las de los clásicos, donde ya les podías decir a tus padres que te ibas con un narco al DF que ahí no te escuchaba ni Dios.

Pero hubo un antes y un después. Una noche en que sucumbí. Vaya si sucumbí.

Hablo ni más ni menos que del 5-4 del Barça-Atleti en Copa del Rey. Corría la temporada 96-97. Quien lo vio no lo habrá olvidado. Con una primera parte desastrosa, perdiendo 0-3 al descanso y el único atisbo de valor que mostró Bobby Robson en toda su vida, que fue aquel día al hacer los cambios. Es de aquellas cosas que no pueden describirse con palabras. Por si hay algún despistado en la sala: Hristo a tope, hat trick de Ronaldo y último tanto de Pizzi, elevando el ‘sos macanudo’ a categoría de oración divina. Bien; después de aquel partido, para volver en mí, tuve que meterme en la ducha. No me reconocía ni yo. El monstruo del fútbol me había poseído para siempre.

Lo demás es historia: querer mucho a Luis Enrique (como a cualquier hombre astur que se precie), vivir al borde del suicidio el descalabro de Figo, ver jugar a Ronaldinho, creer que Rijkaard tenía su qué… Y ya, casi anteayer, babear con Guardiola, claro. Asistir a la milagrosa invención del chupito-gol, mandando mi hígado (y el de toda la parroquia) al mismo carajo. No perderse ni medio partido. Rodar con Xavi y quedar afónica de un grito la noche de Stamford Bridge, vendiéndole el alma a san Andresito Iniesta con todo el convencimiento del mundo. Claro que volvería a hacerlo. Sobre Messi es mejor ni hablar, porque hay cosas indiscutiblemente insuperables. Subir las escaleras del Camp Nou cada vez como si fuera la primera. No palmar al acabar el verano sólo porque volvía el fútbol. Y en fin, mandar mensajes a mi madre después de los partidos, porque al final todo lo que he disfrutado de esto se lo debo a ella.

Dile disfrutar, dile sufrir. Como por ejemplo mañana. O en la vuelta de la Copa. Qué manera de bullir la sangre en las venas.
Es lo que tiene el famoso monstruito. 
Que no se muera nunca.

lunes, 4 de febrero de 2013

Stoner.


No han transcurrido ni 3 horas desde el despegue y en las pantallas el diminuto avioncito avanza despacio sobre el Atlántico. Píxel a píxel, lento pero seguro –pienso- aunque la verdad es que me parece una velocidad más propia de un paseo matinal de jubilados que de una máquina de ultraavanzada tecnología que, además, nos tiene que mantener a todos con vida. La paciencia, esa enorme virtud de la que siempre he carecido.

Es entonces cuando decido apartar estos pensamientos cogiendo mi libro.

Y lo saco del bolso, que he preparado como si en lugar de la soleada California, el destino de este vuelo de US Airways fuera el mismo Vietnam. Los ‘por si acaso’ son peligrosísimos y el miedo a carecer de cosas, por accesorias que éstas sean, también. Los chupa-chups de Cruyff, la libreta de Van Gaal, el teléfono rojo, la máscara de Hannibal Lecter… ¿Cuán importantes son los objetos banales comparados con el transcurso de la historia? No sé si me explico.

Saco el libro, decía, y me doy cuenta del riesgo que corro. Es el único que llevo conmigo en esta travesía que va a durar más de 20 días y prácticamente no sé nada de él. Se me antoja que la sensación debe ser parecida a la de casarse por conveniencia con un completo desconocido porque mi padre, cuyo criterio, por cierto, siempre ha dado entre miedo y risa, lo ha decidido así.

La analogía, por absurda que sea, hace que mire la portada con un horror inexplicable.

Mentira, algo sé. Si está aquí metido, entre decenas de trastos inútiles que cruzan el mundo conmigo, es por alguna razón. Fruto de alguna recomendación más bien vaga que ahora mismo soy incapaz de recordar. Tampoco conozco la editorial en cuestión. Puede que a los diez minutos de lectura lo quiera tirar por la borda (es un decir: la despresurización y demás consecuencias infernales me dan un miedo atroz, aunque no sé si tanto como la boda imaginaria) y me quede sin nada que leer. Con las manos vacías. Y eso, que yo recuerde, no me ha sucedido nunca.

El vértigo –y la claustrofobia- se multiplican.

Desestimo todo eso porque la elucubración como modo de vida siempre me ha dado bastante pereza y abro el libro, preparada para lo peor. Leo las primeras 3 o 4 páginas. Y maldición, porque debido a mi estupidez de serie o quizás al estupendo cóctel de Trankimazín y cerveza que me he metido entre pecho y espalda hace un rato, no me doy cuenta de lo que cualquier lector con criterio advertirá al momento de empezar a leer Stoner: es la novena maravilla.

Tienen que pasar un par de días de jet lag espantoso para que, sentada en un escalón de la casa donde vivimos en San Francisco, con un cigarrillo en la mano, pasando un frío de cojones, reemprenda la lectura y lo vea. La historia de este tipo hace que no solo le quieras con toda tu alma en cuestión de sintagmas, sino que, por poco dado a la reflexión que seas, te plantees el sentido de la vida página a página.

Haya calma. No me estoy refiriendo a un bucle filosófico-existencial (leí la novela durante un viaje etilico-festivo por la costa americana, no jodamos) sino a lo que es capaz de despertar el recorrido vital de un personaje contado con toda la honestidad y la sensibilidad del mundo. 

Porque William Stoner, ese campesino de origen más que humilde cuya vida cambia debido a los libros, es uno de los seres humanos literarios más fascinantes que jamás he conocido.

Con el permiso de Macbeth y el Quijote, claro.

Porque nada en su vida es extraordinario. Porque él no es ni de lejos un tipo brillante. Porque no solo no alcanza la fama sino que es el paradigma del hombre mediocre, por no decir del fracasado. Y aún así conoce la rabia, y el amor, y la pasión por lo que uno hace, y ese tipo de cosas por las que los mortales salimos de la cama todas las mañanas.

En esta novela no pasa nada. Nada en absoluto. Es la historia de una persona humana, de su relación con el mundo. Desde su infancia a su muerte. Podría espoilear uno detrás de otro los 5 o 6 pequeños hitos vitales que suceden en este lapso de tiempo y seguiría sin ocurrir nada. Hay que leerlo para entender lo que estoy contando. 

Hay que leer esta joya que firmó el tejano John Williams en 1965 y que, constatando que el género humano no se caracteriza por su inteligencia desaforada, ha pasado medio desapercibida hasta ahora.

La historia de un tipo corriente, como tú o como yo.

No se me ocurre una compañía mejor para un road trip, sea en Dodge de camino a Las Vegas o sea en metro, en el trayecto de casa al trabajo, que por cierto es el mismo que el del trabajo a casa recorrido al revés, lo cual siempre anima.

Da igual.
El corazón en un puño.
La carne del alma de gallina.
Stoner, de John Williams: la literatura era esto.