lunes, 11 de febrero de 2013

Febrero.

Febrero otra vez.
Y anda que no ha llovido.

Dejar la primera agencia y volar a Madrid.
Estar solo y que estar solo fuera más que bonito.
Caer rendido ante la belleza de la Filmoteca.
Ir a ARCO. Y a las fiestas de ARCO. Para volver casi siempre que has podido.

Que una madrugada, estando en Móstoles haciendo nada bueno, se pusiera a nevar. Conseguir llegar a casa a las mil quinientas y ver una peli de Woody Allen.

Conocerle a él y que el Lazarillo, a su lado, fuera un verdadero angelito.

Que despacio, con dulzura, casi con suavidad, llegara la primavera.
Descubrir que la luz de la ciudad entonces no se parecía a nada que hubieras visto antes.

Conocer un club privado digno de una película de Tarantino. Y a un dj directamente sacado de una de Todd Solondz.

Que un día cualquiera unos gitanos te cantaran en plena calle. Que no pudieran ser más guapos.

Viajar a Vigo, y a Cuenca, y a París, jugando a ser Willy Fogg por unos meses.
Volver a casa solo para oler el mar. Mentira: también para la feria.

Fracasar la cantidad justa de veces.
Recibir visitas animales.
Cerrar todos los bares que pudiste.

Y también leer a Esquilo. Y a Borges. Y a Lorca.
Conocer la sonrisa perfecta de un artista disfrazado de camarero.
Hacer el tonto con un profesor, previa matrícula de honor tremenda.
Desarrollar, en la misma línea de cosas, esa triple moral calidoscópica que aún conservas. Y hacerlo como si fuera tu misión en la vida.

Entender que difícilmente beberás cañas mejores.
Que estás jodido, porque lo que viviste ahí no se olvida.

Y matar por volver siempre. Llevar a todo hombre que te ha importado un poquito. Incluso tener que escapar, alguna vez, a lomos de un tren de esos rápidos.

Un tren como el que, y lo escribes conteniendo media sonrisa, cogerás, sin ir más lejos, el viernes por la tarde.

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