Febrero otra vez.
Y anda que no ha
llovido.
Dejar la primera agencia
y volar a Madrid.
Estar solo y que estar
solo fuera más que bonito.
Caer rendido ante la
belleza de la Filmoteca.
Ir a ARCO. Y a las
fiestas de ARCO. Para volver casi siempre que has podido.
Que una madrugada,
estando en Móstoles haciendo nada bueno, se pusiera a nevar. Conseguir llegar a
casa a las mil quinientas y ver una peli de Woody Allen.
Conocerle a él y que el Lazarillo, a su lado, fuera un verdadero angelito.
Que despacio, con
dulzura, casi con suavidad, llegara la primavera.
Descubrir que la luz de
la ciudad entonces no se parecía a nada que hubieras visto antes.
Conocer un club privado
digno de una película de Tarantino. Y a un dj directamente sacado de una de
Todd Solondz.
Que un día cualquiera
unos gitanos te cantaran en plena calle. Que no pudieran ser más guapos.
Viajar a Vigo, y a
Cuenca, y a París, jugando a ser Willy Fogg por unos meses.
Volver a casa solo para
oler el mar. Mentira: también para la feria.
Fracasar la cantidad
justa de veces.
Recibir visitas animales.
Cerrar todos los bares que pudiste.
Y también leer a Esquilo. Y a
Borges. Y a Lorca.
Conocer la sonrisa
perfecta de un artista disfrazado de camarero.
Hacer el tonto con un
profesor, previa matrícula de honor tremenda.
Desarrollar, en la misma
línea de cosas, esa triple moral calidoscópica que aún conservas. Y hacerlo
como si fuera tu misión en la vida.
Entender que
difícilmente beberás cañas mejores.
Que estás jodido, porque
lo que viviste ahí no se olvida.
Y matar por volver siempre. Llevar a todo hombre que te ha importado un poquito. Incluso tener que
escapar, alguna vez, a lomos de un tren de esos rápidos.
Un tren como el que, y
lo escribes conteniendo media sonrisa, cogerás, sin ir más lejos, el viernes por la tarde.
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