lunes, 4 de mayo de 2015

Qué bonito.

Por cada vez que intentaste reventar el moñómetro. A cambio de.

Qué bonito estar, al fin, en la playa contigo. Qué alivio no saber detectar todos y absolutamente todos los momentos en que vacilabas. Qué gracioso que, palmando del susto y con un hilo de voz, dijeras Azores. Qué locura de mar, qué amarillas las flores. 

Qué valiente al exponerte a las miradas y a los comentarios, pero sobre todo a tus propios recuerdos. Qué tranquilo atando y soltando cabos y qué cañero a las curvas a la hora que fuera. Qué guerra de muerdos. Qué goles con vistas y qué delantera.

Qué brutal que a ratos pareciera verano. Qué arrebato en la cala después de comer. Qué enorme era el árbol perdido que miraba al mar al atardecer. Qué tremendo antes de acostarnos, saltarse la siesta y hasta levantarnos. 

Qué bobo corriendo hacia el agua. Qué forma de lamer heridas. Qué molón que saliera el sol tumbados con el balanceo. Qué dulce al decir, comiendo en la plaza, que el monstruo se había marchado. Qué grande acabar el domingo riendo de nada ahí en la terraza. 

Qué gracia en el coche cantando canciones. Qué buen sofocón, qué par de cojones. Qué ganas de otras cigalitas y más chapuzones.