jueves, 22 de enero de 2015

Hay que escribir.

Hay que escribir. Sobre el frío polar que invade esta ciudad, por más mediterráneos que seamos, o sobre el documental que nos ha metido el miedo en el cuerpo estos últimos días. Hay que escribir, en fin, sobre cosas como el frío y como el miedo, que calan tan profundo hasta los huesos. También sobre las que calaron un día y aún ahora, a ratos, regresan (y felices cuarenta, puretilla). Hay que escribir sobre la remota posibilidad de que todo salga bien o que nos reviente en las manos cualquier día. Hay que escribir sobre el corazón estallando por cualquiera de los dos motivos, desbocado y malherido. Hay que escribir sobre los libros que hablan con dulzura del apocalipsis y sobre los apocalipsis momentáneos que vivimos y que lo detienen todo; alejándonos tan a años luz aun estando justo al lado. Hay que escribir sobre las maratones de caricias que nos hacen estremecer después de tanto tiempo insensibles, diminutos dejà vus de lo que un día fuimos, de lo que sentimos. Hay que escribir sobre las mañanas cualquiera, los encuentros casuales, los alegatos espontáneo-etílicos. Sobre los minutos fugaces en que todo parece estar en su sitio. Sobre que tú, en esos instantes, y solo por el hecho de andar ahí, le des más sentido a todo. Hay que escribir sobre esa misma sensación cuando se marcha. Sobre adelantar acontecimientos y quedarse helado de terror de lo que somos capaces de pensar. Hay que escribir sobre ella, y también sobre lo pequeño que es el olvido frente a la inmensidad de un solo recuerdo tatuado. Sobre el vacío, el vértigo y la nostalgia; para intentar que sean un poco menos vacío, menos vértigo y menos nostalgia. Hay que escribir cartas de desamor, canciones, ripios asesinos por salerosos. Hay que escribir mensajes ínfimos como colosos. Hay que escribir muriendo pero también matando; riendo, ergo sollozando. Hay que escribir como quien susurra al oído -que sí, que tenías razón y estamos perdidos.

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