Me enteré subida en un coche. No digo que haya una manera
bonita de dar esas noticias, pero aquella fue especialmente desafortunada. Hay
cosas que uno no debería leer jamás en un puto chat, debería estar prohibido. Intento
pensar que es algo que he aprendido de todo esto pero no me sirve, porque es de
cajón y ya lo sabía. Yo lo sabía.
Dolió aquel día como duele ahora. Ver que ni en esas
circunstancias iba a mirar por mí, por no hacerme daño. Ni siquiera entonces
pudo pensar dos veces y hacerlo bien, sin que nadie resultara herido. Más
herido, me refiero.
Así que hubo que encajar el derechazo lejos de casa.
Recomponer la mandíbula, aguantar el tipo. Por aquello de que uno es adulto y
estas cosas ley de vida. Y sin embargo la herida. Que rompió a sangrar a la que
volví, al día siguiente, a enfrentar aquello.
Pasan los días y los alaridos siguen ahí, como esa
imagen imposible. Como el recuerdo del frío atroz allá en la sala 11 pese a ser tan
verano fuera. Los cigarrillos arriba en la puerta para coger aire. Los golpes
en el cristal tan absurdos, tan de locos. Ser una muleta humana desfalleciendo
todo el rato. Pensar tú eres capaz. Y al segundo después romper a llorar de puro
incapaz.
Nunca estuve tan contenta de verla, ni agradecí tanto su
abrazo enorme. No tuve más, éramos cinco. Luego fue lunes y fue todavía más largo y se lo
llevaron y el Paraules d’amor se fue a
la mierda con él, y hubo más gritos y hubo más frío.
Más tarde tuve que subirme al copiloto, tratando de
tragar saliva y de tragar con todo. Sin él al lado, sin ninguno de los dos, o de
los tres ahí, por aquello de tú sola, Gan, tú puedes. Y en el vertedero de coronas
abandonadas me di cuenta de que no podía.
Corren los días y el recuerdo sigue ahí: la ronda litoral
eterna, la banda con su frase mítica de mis dieces en el cole, las rosas arrancadas una a una, el cristal, la ausencia, el frío.
Me despido y el nudo en la garganta vuelve. Y pienso dulce, tierna, feliz,
valiente y velocista. Y maldita sea: cómo me cuesta.