jueves, 23 de junio de 2016

Eres lo más grande.

Me enteré subida en un coche. No digo que haya una manera bonita de dar esas noticias, pero aquella fue especialmente desafortunada. Hay cosas que uno no debería leer jamás en un puto chat, debería estar prohibido. Intento pensar que es algo que he aprendido de todo esto pero no me sirve, porque es de cajón y ya lo sabía. Yo lo sabía.

Dolió aquel día como duele ahora. Ver que ni en esas circunstancias iba a mirar por mí, por no hacerme daño. Ni siquiera entonces pudo pensar dos veces y hacerlo bien, sin que nadie resultara herido. Más herido, me refiero.

Así que hubo que encajar el derechazo lejos de casa. Recomponer la mandíbula, aguantar el tipo. Por aquello de que uno es adulto y estas cosas ley de vida. Y sin embargo la herida. Que rompió a sangrar a la que volví, al día siguiente, a enfrentar aquello.

Pasan los días y los alaridos siguen ahí, como esa imagen imposible. Como el recuerdo del frío atroz allá en la sala 11 pese a ser tan verano fuera. Los cigarrillos arriba en la puerta para coger aire. Los golpes en el cristal tan absurdos, tan de locos. Ser una muleta humana desfalleciendo todo el rato. Pensar tú eres capaz. Y al segundo después romper a llorar de puro incapaz.

Nunca estuve tan contenta de verla, ni agradecí tanto su abrazo enorme. No tuve más, éramos cinco. Luego fue lunes y fue todavía más largo y se lo llevaron y el Paraules d’amor se fue a la mierda con él, y hubo más gritos y hubo más frío.

Más tarde tuve que subirme al copiloto, tratando de tragar saliva y de tragar con todo. Sin él al lado, sin ninguno de los dos, o de los tres ahí, por aquello de tú sola, Gan, tú puedes. Y en el vertedero de coronas abandonadas me di cuenta de que no podía.

Corren los días y el recuerdo sigue ahí: la ronda litoral eterna, la banda con su frase mítica de mis dieces en el cole, las rosas arrancadas una a una, el cristal, la ausencia, el frío. Me despido y el nudo en la garganta vuelve. Y pienso dulce, tierna, feliz, valiente y velocista. Y maldita sea: cómo me cuesta.

martes, 7 de junio de 2016

Hay que leer.

Hay que leer, y dicho esto todo lo demás pasa al departamento de lo negociable.

Hay que leer para estar cuerdo, para no llorar, para enloquecer, para compartir. Porque leyendo he estado más cerca de otra persona que de ninguna otra manera, porque siempre quedarán los libros que vivimos juntos, porque hay ideas maravillosas por ahí escritas que toda la gente a la que quiero tiene que conocer y conocer ya. Porque leyendo casi nada importa.

Así que me da igual que no sea Sant Jordi y que esto no venga a cuento, y que todo el mundo vaya a hablar del anuncio del verano, porque esta lista había que hacerla.

Hay que leer Rayos, de Miqui Otero, porque el humor y la ternura nunca centellearon tan bonito.

Hay que leer Yo te quise más, de Tom Spanbauer, porque pocas veces un tipo escribió tan peligrosamente como él.

Hay que leer El bar de las grandes esperanzas, de J.R.Moehringer, para entender que todo lo que hemos perseguido siempre puede estar precisamente hay ahí a al lado, aunque cueste un poco verlo.

Hay que leer a Knausgard; para mirar el miedo a la cara y que joda un poco menos.

Hay que leer Instrumental, de James Rhodes, y así no olvidar que la redención existe por amargo que llegue a ser el trago.

Hay que leer a Lucía Berlín y que la valentía y la compasión y el fracaso empiecen a sonar de otra manera.

Hay que leer Stoner, de John Williams, para comprender que el sentido de la vida puede contarse en voz bajita y aun así estremecer.

Hay que leer porque ahí está todo: la rabia, la pena, las mierdas, los sueños, la luz, el dolor, el amor. Y porque tanta honestidad junta merece ser compartida. Quien lo vivió lo sabe.