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Hay que escribir. Sobre
el frío polar que invade esta ciudad, por más mediterráneos que seamos, o sobre
el documental que nos ha metido el miedo en el cuerpo estos últimos días.
Hay que escribir, en fin, sobre cosas como el frío y como el miedo, que calan tan profundo hasta los huesos. También sobre las
que calaron un día y aún ahora, a ratos, regresan (y felices cuarenta, puretilla). Hay que escribir sobre la remota posibilidad de que todo salga bien o que nos reviente en las manos cualquier día. Hay que escribir sobre el corazón estallando por cualquiera de los dos motivos, desbocado y malherido. Hay que escribir sobre los libros que hablan con dulzura del apocalipsis y sobre los apocalipsis
momentáneos que vivimos y que lo detienen todo; alejándonos tan a años luz aun estando justo al lado. Hay que escribir sobre las maratones de caricias que nos hacen
estremecer después de tanto tiempo insensibles, diminutos dejà vus de lo que un día fuimos, de lo que sentimos. Hay que
escribir sobre las mañanas cualquiera, los encuentros casuales, los alegatos
espontáneo-etílicos. Sobre los minutos fugaces en que todo parece estar en su sitio. Sobre que tú, en esos instantes, y solo por el hecho de andar ahí, le des más sentido a todo. Hay que escribir sobre esa misma sensación cuando se marcha. Sobre adelantar acontecimientos y quedarse helado de
terror de lo que somos capaces de pensar. Hay que escribir sobre ella, y también
sobre lo pequeño que es el olvido frente a la inmensidad de un solo recuerdo tatuado.
Sobre el vacío, el vértigo y la nostalgia; para intentar que sean un poco menos
vacío, menos vértigo y menos nostalgia. Hay que escribir cartas de desamor,
canciones, ripios asesinos por salerosos. Hay que escribir mensajes ínfimos
como colosos. Hay que escribir muriendo pero también matando; riendo, ergo sollozando. Hay que escribir como quien susurra al oído -que sí, que
tenías razón y estamos perdidos.
El anterior empezó por la
puerta grande, y eso que nadie tenía ni puta idea de cómo de enormes iban a ser
las siguientes. Recuerdo esa noche de Reyes medio dulce y medio triste, marcada
por los chuts que iban fuera, sí, pero rozando la mismita escuadra. También hubo
un par de fiestones en modo hachazo y muchas noches de frío polar y algún que
otro impacto de meteorito milenario. En febrero leía a Leila e intentaba –con
mayor o menor éxito- no tirarme de los pelos, mientras cogía un tren en
dirección al sur para traerme de vuelta una resaca antológica y lapidaria, de
esas de poner encima de la tele, de recuerdo. Marzo fue la vuelta de Nacho y
también Granada, con sus reencuentros animales y su Sacromonte tan hermoso como
nunca, ahí abrevándonos el alma. Para abril no tengo palabras, porque fue
directamente imposible: una de las locuras más bonitas y también más rematadamente
difíciles que conozco. A fuego –pero muy a fuego- es poco. En mayo la ciudad se
llenaba de música mientras nosotros bailábamos entre catástrofes naturales y otros
despropósitos, como aludes de campañas o enormes tragedias griegas. Junio trajo
algo de luz: quizás para que nos dieran las diez y las once y las doce y la una
y las dos en una tremenda previa a un precioso solsticio de verano. Conducir a
Cadaqués temblando y ponerse las cangrejeras fue todo uno. Julio llegó radiante,
como siempre, y hubo que cumplir 30 y hacerlo con seriedad, así que durante un
fin de semana, el de las noches perdidas, todo estuvo bien y nada importó nada.
A agosto lo salvamos de un épico naufragio en zodiac y de una carretera infernal
a base de escalas técnicas y diez millones de mensajitos, litros de limoncello
mediante. De septiembre recuerdo a un bichejo, y también estar bailando (bailando) con el
corazón prácticamente roto en un pueblito perdido entre mil montañas. Octubre
fue complicado, porque trajo consigo el otoño, pero a noviembre lo recibimos en
Madrid, que es el lugar perfecto para huir o para enterrar cualquier cosa a
base de litros y litros de cerveza de la buena. Y diciembre, en fin, siguió como siguen
las cosas que no tienen mucho sentido, pero fue más lindo de lo que esperaba y
escuché llorar a Sabina y lo terminamos juntos en uno de los retiros espirituales más macarras
y más bucólicos nunca vistos. Y de pronto ayer; una nueva noche de Reyes, una nueva mezcla de dulzura y tristeza. Me di cuenta de que solo ha pasado un añito, pero que ha llovido mucho y
más que bien. Y de que a pesar de todo seguimos vivos, haciendo el pececito como idiotas, y eso sólo
puede ser obra de la mismísima gravedad o de un asombroso milagro. Todo es según se mire.