jueves, 26 de noviembre de 2015

La actitud.

Cada vez me doy más cuenta de que sin carácter, sin personalidad, no vamos a ningún lado. Me refiero a lo que escribimos, claro; pero también a cómo trabajamos, cómo nos relacionamos, cómo vivimos. Lejos de la seguridad, la prudencia, los manuales. Porque se puede ser perfecto, un mecanismo certero y preciso de relojería siempre impoluto, siempre brillante. Pero todo eso, sin magia, no sirve para nada.

Es el famoso ‘la letra, la música, la interpretación y algo más que no se sabe exactamente qué es’ pero que hace que una canción sea un milagro. Eso que está bastante lejos de la fría calidad de lo académico, y que catapulta cada cosa que hacemos fuera de lo habitual, de lo esperable, y hace que algo se mueva. Quien lo advirtió lo sabe.

Leí a Moehringer y Rhodes estas últimas semanas. Son dos tipos absolutamente complejos, desde luego no modelos de excelencia. Y sus libros tampoco pasarán a la historia como obras maestras universales, y maldita la falta que les hace.

Los dos derrochan alma.

Sus voces están cargadas de dolor, de rabia, de mala leche. De amor y compasión a veces. No son racionales ni aleccionadores ni mucho menos presuntuosos. No escriben para sí mismos ni tampoco para ganar nada. Pero son auténticos y por eso llegan –y cómo llegan.

Nada como una personalidad verdadera para aniquilarlo todo.

El entusiasmo es contagioso. Ante el carácter no puede uno quedarse impasible. Fracasará algunas veces, podrá producir rechazo, pero nunca es anodino. Y ser memorable, en los tiempos que corren, bien vale el riesgo.

Es la actitud, y se puede aplicar a todo. Los bares tienen alma o no la tienen. Un e-mail puede tenerla. Un puto jersey, un bocadillo, un hotel, lo que sea. Se puede poner actitud en el trabajo, en la cama, en un desayuno, en palabras. Kiko Amat, Jabois, Enric González, Leila Guerriero, Casciari. Ellos van sobrados, porque buscan una voz, porque se arriesgan.

Es lo que diferencia un documento de un proyecto al que no puedes no unirte. Lo que convierte un código civil en una gran historia. Es lo que distingue a una luciérnaga de un relámpago. 

Es una firma, un sello, un maremoto. Una postura frente al mundo. Un ‘aquí estoy y yo me mojo’. Algo imposible de copiar, único e intransferible, lo más valioso: hay que buscarlo.


Lo vi claro: me da igual lo perfecto que sea nada, me la suda. La actitud va de otra cosa, que es la que lo cambia todo.

viernes, 13 de noviembre de 2015

El bar de las grandes esperanzas.

Si Stoner se me apareció en un vuelo con destino San Francisco, terminé El bar de las grandes esperanzas en uno de vuelta a casa procedente de Dublín. No puede ser casualidad que ambos trayectos se me pasaran en un segundo, a mí, que siempre tuve una claustrofobia atroz en los aviones, por no hablar del mono de tabaco. 

La historia de Moehringer es la de un chaval que crece sin padre –o peor, con un padre al que sólo puede escuchar a través de la radio y al que llama La voz- y que encuentra respuesta a la mayoría de las cosas en un bar, que acaba convertido para él en un lugar mítico. Una especie de Comala a las afueras de Nueva York, y no queda muy claro si al lugar donde has sido feliz hay que tratar de volver o no, aunque lo haga.

No tiene el tono y el estilo de Stoner, pero es igual de emocionante. Como en Stoner, el momento en que el protagonista descubre los libros marca un antes y un después, portadas arrancadas mediante. Su primera visita a Yale hace que, literalmente, salten las lágrimas. Y cada vez que se hunde, que no puede, que fracasa en su empeño, se convierte en un personaje más verdadero y más fascinante; menos personaje.

En el bar se hace un hombre, una de sus grandes obsesiones. Lucha contra su nombre, contra el amor devastador por una chica caprichosa, contra sus propias frustraciones, contra la pobreza, los complejos y el miedo. Aprende que la confianza lo es todo y que el verdadero monstruo está en la decepción. Entiende que cuanto más miedo dan las cosas, más hay que afrontarlas. Y crece: va creciendo con ello.

Por el camino, convierte a los parroquianos del bar en sus grandes héroes y habla de ellos –y en especial del tío Charlie, paradigma de la adicción a la derrota- con más amor que el que hay en la mayoría de novelas románticas. Al final, en su empeño por desarrollar la masculinidad, descubre que todas las cualidades que admira están en una mujer. Ni más ni menos que su madre, con quien cierra los agradecimientos de este libro.

A lo largo de la historia Moehringer se la pega una y otra vez. En el colegio, en la universidad, en el New York Times, en la vida.


Aún así, leer y escribir le salvan. Y en serio: lo hace maravillosamente.