Es domingo por la mañana,
y he tenido resacas más legendarias que ésta, seguro. Por un tema de
probabilidades o porque me las he trabajado más y mejor. Porque hubo algún
animalico en mi vida que se empeñaba en que le siguiera al ritmo, como si no me
sacara palmo y medio y casi 30 kilos. Que sí: he tenido resacas más bestias que
ésta, seguro.
Sólo que ahora mismo soy
incapaz de recordarlas.
Ayer anduvimos en el
Sónar y si no he perdido a 30 amigos camareros haciendo expolios en sus barras
no he perdido ninguno, pienso mientras hago un recuento parcial de neuronas
muertas y enterradas. No sé si en Roma se perdió más, por cierto. Tengo muy,
pero que muy serias dudas en estos momentos.
Pero están ellas en casa
así que no tengo más remedio que fingir tenerme en pie y encender la cafetera.
Les preparo hasta unas tostadas, para que no se diga.
O para que, de morir
justo ahora, se diga que al menos me curré un desayuno tremendo para mis
colegas, lo que me parece una manera bastante heroica de palmarla.
Y como ya tengo el modo
héroe puesto, decido que no sólo sobrevivo a esta sino que me voy a ver a mi
señora madre, porque el fin de semana que viene estoy fuera y me será
físicamente imposible. Con lo contenta que se pondrá ella (¿de verme así?
¿really?). Y porque ¿qué son 30 kilómetros para un viejo tigre, eh? ¿Qué son 30
kilómetros de nada?
Pues toda mi moral y yo salimos de casa y descubrimos que 30 kilómetros son
muchas cosas. Son un sol infernal que ha tardado meses en comparecer y ha
tenido que salir justo ahora, hoy, para dejarme al borde de la lipotimia y más
allá. Son un tren atestado de domingueros que parecen compinchados para que no
lea el periódico de ninguna de las maneras. Son alguien que toca un acordeón en
un momento en que a mí me parece que ayer oí toda la música que me tocaba para
el resto de mi vida. Son todo esto y unas ciento cincuenta incomodidades más que
se multiplican en el trayecto de vuelta, porque en éste los domingueros huelen
peor, si cabe.
Lo de la comida es mejor
obviarlo. También he gastado toda la dignidad que me quedaba hasta la jubilación,
por lo menos. El saldo, de hecho, empieza a ser negativo.
Para entonces, como cada
semana, he jurado no acercarme nunca más a nada que lleve ni un miligramo de
alcohol.
Y me lo repito como un
mantra mientras me dirijo al bareto donde he quedado para ver (en un estupendo
proyector y casi al aire libre) el partido de baloncesto.
Porque –maldición- hay
baloncesto.
Y el partido, como no
puede ser de otra forma, es decisivo. Así que cojo y una cosa lleva a la otra y
del mantra me tiro de la moto y hago un pacto con el diablo. Si llegan al
quinto partido, se acabó. Ni cerveza sin alcohol. Ni una copita de vino los
viernes por la noche. Ni en Navidad. Si pasan, nada. Abstemia. Y al convento. Para
siempre. De cabeza.
Al cuarto punto de Tomic
me estoy acabando la primera cerveza.
Suplicando al diablo que
no me tenga en cuenta los desvaríos, que son cosas de la resaca. Que el lunes
empiezo. Que no he sido yo. Que ha sido sin querer. Y casi lo veo descojonarse,
al tío. En el mismo infierno y doblado de la risa.
Pero como le debo haber
caído bien (o por un tema de lástima directamente), resulta que pasan. Aunque
Navarro se rompe, lo cual tiene categoría de tragedia griega. A todo esto va
llegando el resto del personal, y nadie pide Trinas. Ni Aquarius. Ni Fantas.
Por increíble que parezca.
Para el final del
partido, ni rastro de resaca. Qué cosas, oye. Mano de santo.
Así que, como estamos
tan felices de repente, empalmamos con el Italia-México y si no nos tragamos
entero el España-Uruguay es porque Dios no quiere.
Y porque el bareto cierra.
Si no de qué.
Lo de todos los
domingos, vaya.