lunes, 17 de junio de 2013

Domingo.

Es domingo por la mañana, y he tenido resacas más legendarias que ésta, seguro. Por un tema de probabilidades o porque me las he trabajado más y mejor. Porque hubo algún animalico en mi vida que se empeñaba en que le siguiera al ritmo, como si no me sacara palmo y medio y casi 30 kilos. Que sí: he tenido resacas más bestias que ésta, seguro.

Sólo que ahora mismo soy incapaz de recordarlas.

Ayer anduvimos en el Sónar y si no he perdido a 30 amigos camareros haciendo expolios en sus barras no he perdido ninguno, pienso mientras hago un recuento parcial de neuronas muertas y enterradas. No sé si en Roma se perdió más, por cierto. Tengo muy, pero que muy serias dudas en estos momentos.

Pero están ellas en casa así que no tengo más remedio que fingir tenerme en pie y encender la cafetera. Les preparo hasta unas tostadas, para que no se diga.

O para que, de morir justo ahora, se diga que al menos me curré un desayuno tremendo para mis colegas, lo que me parece una manera bastante heroica de palmarla.

Y como ya tengo el modo héroe puesto, decido que no sólo sobrevivo a esta sino que me voy a ver a mi señora madre, porque el fin de semana que viene estoy fuera y me será físicamente imposible. Con lo contenta que se pondrá ella (¿de verme así? ¿really?). Y porque ¿qué son 30 kilómetros para un viejo tigre, eh? ¿Qué son 30 kilómetros de nada?

Pues toda mi moral y yo salimos de casa y descubrimos que 30 kilómetros son muchas cosas. Son un sol infernal que ha tardado meses en comparecer y ha tenido que salir justo ahora, hoy, para dejarme al borde de la lipotimia y más allá. Son un tren atestado de domingueros que parecen compinchados para que no lea el periódico de ninguna de las maneras. Son alguien que toca un acordeón en un momento en que a mí me parece que ayer oí toda la música que me tocaba para el resto de mi vida. Son todo esto y unas ciento cincuenta incomodidades más que se multiplican en el trayecto de vuelta, porque en éste los domingueros huelen peor, si cabe.

Lo de la comida es mejor obviarlo. También he gastado toda la dignidad que me quedaba hasta la jubilación, por lo menos. El saldo, de hecho, empieza a ser negativo.

Para entonces, como cada semana, he jurado no acercarme nunca más a nada que lleve ni un miligramo de alcohol.

Y me lo repito como un mantra mientras me dirijo al bareto donde he quedado para ver (en un estupendo proyector y casi al aire libre) el partido de baloncesto.

Porque –maldición- hay baloncesto.

Y el partido, como no puede ser de otra forma, es decisivo. Así que cojo y una cosa lleva a la otra y del mantra me tiro de la moto y hago un pacto con el diablo. Si llegan al quinto partido, se acabó. Ni cerveza sin alcohol. Ni una copita de vino los viernes por la noche. Ni en Navidad. Si pasan, nada. Abstemia. Y al convento. Para siempre. De cabeza.

Al cuarto punto de Tomic me estoy acabando la primera cerveza.

Suplicando al diablo que no me tenga en cuenta los desvaríos, que son cosas de la resaca. Que el lunes empiezo. Que no he sido yo. Que ha sido sin querer. Y casi lo veo descojonarse, al tío. En el mismo infierno y doblado de la risa.

Pero como le debo haber caído bien (o por un tema de lástima directamente), resulta que pasan. Aunque Navarro se rompe, lo cual tiene categoría de tragedia griega. A todo esto va llegando el resto del personal, y nadie pide Trinas. Ni Aquarius. Ni Fantas. Por increíble que parezca.

Para el final del partido, ni rastro de resaca. Qué cosas, oye. Mano de santo.

Así que, como estamos tan felices de repente, empalmamos con el Italia-México y si no nos tragamos entero el España-Uruguay es porque Dios no quiere.

Y porque el bareto cierra.
Si no de qué.

Lo de todos los domingos, vaya.


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