viernes, 31 de octubre de 2014

Levantarse y leer.

El otro día, a la decimoquinta caña, en ese estado ambiguo que da siempre la decimoquinta caña, hablábamos sobre si este ambicioso plan que consiste en sobrevivir tiene o no tiene truco.

Porque aquello era un sindiós. Había crisis descontroladas de pareja, búsquedas infructuosas de piso, cuadros de estrés laboral que harían palidecer a cualquier bróker, mudanzas infinitas, enamoramientos galopantes, depresiones por derrotas futbolísticas vergonzosas y demás dramas a cual más crítico que el anterior.

Eso: lo que viene a ser un sindiós.

Así que, ya medio borrachos, discutíamos cuál era el secreto para no palmar del susto ante tal alud de catástrofes. Como era de esperar, un 90% de los encuestados hablaba de darse al alcohol sin dudarlo. Hubo quien planteó emigrar de un día para otro, a lo loco. Alguien sacó el teléfono para llamar a un camello con carácter de urgencia. La mitad del equipo confesaba que si conseguía dormir era a base de química or nothing. Y mientras, algún desalmado aún se atrevía a apelar al gimnasio, el deporte… ante el abucheo generalizado.

Habíamos convertido el sindiós en el debate del estado de la nación. Así, sin inmutarnos.

Y ellos seguían discutiendo como si se acabara el mundo y yo callaba, intentando dilucidar cómo es posible que pese a la locura de los últimos meses siga aquí, vivita y coleando. Pasando el viernes por la mañana como si nada, con mi clásica resaca leve de viernes por la mañana, y encima contando cosas.

Cómo habré llegado hasta aquí, me decía. Qué has hecho, alma de cántaro, para mantenerte tan sorprendentemente en pie después de todo.

Y allá no paraban de llegar cañas y yo que seguía dándole vueltas. Y nada. Asombrada: ¿de verdad el secreto era nada? ¿Es posible que no hubiera secreto?

Al final, evidentemente, tuve que pedir un Jack Daniel’s. La frustración es un enemigo muy serio.

Tuve que esperar a despertarme al día siguiente para dar con mi propio Santo Grial, que como es natural había tenido todo el tiempo, casi todos los días de mi vida, delante de mis narices.

Porque no tiene más: levantarse y leer.

Fue como una revelación. Asumir que, si yo soy capaz de enfrentarme a cualquier cosa en esta vida, es porque todas las mañanas, sin excepción, de camino al trabajo, leo. Y los fines de semana, a veces en la cama, a veces con la primera caña, a veces en el tren, pues también leo.

Y solo así se entiende que sea capaz de vencer al monstruo del despertador, al frío polar de la ducha en invierno, al resacón maquiavélico en verano, a un par de brazos que a veces andan ahí y que no quiero soltar… Lidio con lo que sea, me convierto en un superhéroe que no ceja, con tal de poder leer. Se puede derrumbar el mundo entero a mi alrededor con tal de que yo, lo antes posible después de despertarme, lea. Quince minutos nada más. Que en realidad lo son todo.

Porque luego ya volveré a coger mi libro, por la tarde, o por la noche antes de acostarme, o un domingo entero en que parece que me voy a desintegrar como consecuencia de la liada padre que se nos ocurrió montar anoche. Pero no: el secreto está en las mañanas.

Y ese ratito en el metro con Marías (que ha estado conmigo estos últimos días), o con Salter, o con Williams, o con el último número de Jot Down o con quien sea, hace que yo coja aire para tirar millas como mínimo un día más -que se dice pronto. Por no hablar del listón que me coloco al empezar el día –y que no siempre funciona, pero eh, ahí está- para cuando un rato más tarde me toque escribir a mí.

Por fin, aliviada porque di con ello, puedo coger mi café y abrir –qué si no- mi libro. Ahora tendré que convocar a la tropa y sus diez mil cervezas a la hora -la que nos espera. Para contarles que, eureka, tengo la fórmula mágica. Y que una vez más, va de negro sobre blanco.

Cojo el móvil y, con media sonrisa, empiezo a escribir al grupo en cuestión.

Ánimo, runners.



martes, 7 de octubre de 2014

Hoy soñé que estaba en Madrid.

Hoy soñé que estaba en Madrid. Con la desubicación de los primeros días y a la vez con toda la ciudad –inmensa, inabarcable- por delante. Sintiéndome sola, por primera vez desarropada de todo el arsenal de gente que siempre había tenido al lado, pero de algún modo también libre. Había soltado mi vida anterior, dejado mi casa anterior, me había alejado de mi familia.

Así que ahí estaba yo: inquieta, muerta de miedo y libre.

Hoy, que han pasado muchos años, pienso que es posible que la libertad comporte eso: cierta inquietud un poco puta.

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Pero entonces era 2005, tenía a tres personas a las que ni siquiera podía llamar amigos y todo el tiempo del mundo. Tenía todo el tiempo del mundo y también todas las calles del mundo y todos los libros del mundo y todos los bares del mundo y todas las personas del mundo. Aun así, al principio llamaba a mi madre y le lloraba, porque no estaba acostumbrada a estar sola, sin nada que hacer, y las horas apenas pasaban, los días apenas corrían. Y yo, que nunca fui un prodigio de paciencia, lo llevaba de la única manera que lo podía llevar, o sea: mal.

Incluso tentada de abandonar, a ratos.

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Así que lo primero que me enseñó Madrid fue que en situaciones como esa lo único que vale es mantener la calma. Cuando no tienes nada o a nadie (o casi nada y a casi nadie), solo puedes confiar en el tiempo.

Me enseñó que en dos semanas no te adaptas a una situación –ojalá pudieras-, que más bien la vives con una desesperación y un espanto bastante importantes. Que precisamente por eso hay que aguantar un pelín, por si llega la tarde en que, milagro, descubres que estás a gusto y que por primera vez no te irías corriendo a tu casa.

Casi siempre -aunque entonces no lo veas- esa tarde llega.

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Por supuesto, el milagro terminó por ocurrir y todo lo nuevo y lo desconocido empezó a desbordarme cada vez menos. Y una noche esos gitanitos tan guapos cantaron para mí en Tirso y no pude por menos que sonreírles mucho, ante el cachondeo de la gente que pasaba por la calle y se percataba de la escena. Y fui no una, sino mil veces a la filmo, y alguna de esas películas me reconciliaba con ese desamparo mío y esa noche, por una vez, dormía algo más tranquila. Es posible que aún le lloriqueara a mi madre, pero le lloriqueaba cada vez menos.

Y vinieron Tamara y Miquel, y descubrí un par de cafés animales y tres o cuatro librerías y vi mucho Woody Allen y leí bastante a Lorca. Y algún sábado al mediodía me veía en El Corte Inglés comprando para una nueva fideuá con Nacho y Marta y más de un sábado por la noche salía del garito de turno sin saber dónde cojones estaba – benditos taxis. Y en estas aparecía Mónica, quedaba con JL, hablaba de teatro con Manuel. Iba a las clases de crítica literaria de Antonio, me largaba de viaje, recibía visitas inhumanas. Una noche nevó, y fue preciosa. Y otra conocí a David.

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Pasaron las semanas y poco a poco, y contra cualquiera de mis pronósticos iniciales, empecé a sentir que estaba donde quería estar. Seguro que hubo más de un rato de nostalgia o algún momento en que la tentación fue volver a casa, pero Madrid casi siempre se ocupó de demostrarme que el voto de confianza había valido la pena.

Tanto –tantísimo- que el día que tocó volver ya no quería. 

Que aun hoy la idea de la ciudad, de algunas calles, logra estremecerme por sí sola. Que –lo he escrito muchas, muchas veces- la luz al llegar la primavera no puede compararse con nada de lo que yo haya visto después.

En fin: me había calado hasta los huesos.

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Pero hoy soñé que estaba al principio de Madrid: desubicada, con mucho por delante y casi siempre sola.

Como tantas otras veces.

Por suerte, sé cómo acabó la historia. Cómo acaba la mayoría de las veces.

Y ha sido reconfortante saberlo.

jueves, 2 de octubre de 2014

Las canciones.

Decía.

Que todo esto, este vivir al límite, este perder los papeles, este estar tan desbordado, este morirse de sueño, de escalofríos o de risa, es soportable gracias a las canciones. Si no de qué.

Decía.

Que ahí están, y además parece que no hay forma de largarlas.
Benditas sean.
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Eh, fenómeno celeste, yo tuve la oportunidad.
Ya sabes: querer lo que te hace daño, tío.
Que a ratos me escapo de puntillas
Por más que camine en círculos.
Yo, que algún rato maté por volver a arder.
Porque al final
Maldita dulzura mediante.