Esta mañana llego pronto al trabajo y lo primero que hago
es salir a fumar para leer las 3 o 4 últimas páginas de Open, las memorias de Agassi. Las estoy leyendo por segunda vez. Llevo
unos días con el libro, devorándolo. Llegó a mí en forma de regalo de
cumpleaños y me impresionó tanto que he vuelto a él.
Lo he cogido con el arrebato de la primera vez y ahora, al
cerrarlo, caigo en la cuenta de ha pasado un año exacto desde entonces. Mañana
vuelve a ser mi cumpleaños y esto parece uno de los guiños que tanto han
marcado la historia del tenista.
La idea me hace sonreír.
Para poner por escrito su vida, Agassi contó con la ayuda
de J.R. Moehringer, y el resultado desprende la marca de la casa: es hermoso, cargado de sensibilidad y dureza. Sobrecoge; tanto por la fragilidad del protagonista como por
la cantidad de bandazos que marcan su historia.
Pienso que es mucho más que un tratado sobre tenis, que a
su vez, y no por casualidad, usa el lenguaje de la vida. Claro: es un
tratado de la vida.
Nos cuenta -y nos lo cuenta muy bien- que los caminos se
escriben con victorias, pero sobre todo con derrotas. Nos enseña que incluso
odiando lo que uno hace hay que ser capaz de darlo todo. Que, en momentos
clave, más que pensar hay que soltarse y sentir. Que solo con esfuerzo podemos lograr
resultados. Nos habla de amor, de lealtad, de miedo y de perseverancia, más
necesaria cuanto más al fondo estamos.
Agassi aparece como un tipo perdido, que no rebelde, que solo
a medida que crece y fracasa va adquiriendo fortaleza y sabiduría. Vemos que
los finales no siempre son felices, que el camino no es sencillo y que uno no
lo logra solo. En una de las grandes lecciones de Open, que es que contar con
las personas adecuadas lo cambia todo.
No por casualidad, tampoco, sus personajes secundarios brillan
con luz propia.
El tipo con pinta de armario empotrado que transforma al
tenista en su objeto de estudio y lo acompaña siempre, siempre, repitiéndole
que nunca le dejará solo. Tanto que ni una sola vez en la carrera de Agassi se
levanta de su asiento para ir al baño durante un partido. Ni-una-sola-vez. No
quiere que le busque en la grada y sienta pánico al no verle: incondicionalidad
es poco.
Luego está la historia con la que será la madre de sus hijos, además de una de las mejores tenistas de todos los tiempos. A la que él
idolatra desde que era adolescente y cuya foto está colgada en la nevera de la
casa que comparte con su primera mujer, Brooke Shields. Ejemplo de apoyo
infinito, de silencio cómplice, de trabajo duro. En el tramo final de la
biografía, Agassi la describe como “la persona más importante que ha conocido
en su vida”.
O la del padre obsesivo y tirano que construye una
máquina lanzapelotas para que el pequeño Andre devuelva 2.000 pelotas al día:
cerca de un millón al año. Que se arranca los pelos de la nariz con los dedos.
Que es capaz de atropellar a un hombre y dejarlo tirado en la carretera con su
hijo al lado en el coche o de darle speed a su hijo pequeño para potenciar su
juego.
O la del entrenador que le enseña que la búsqueda de la
perfección le está haciendo daño, porque generalmente solo hay que ser un poco
mejor que el rival, no la mejor versión de nosotros mismos continuamente. En
una lección que le ahorra a Agassi bastantes riesgos inútiles y aún más decepciones
y que le anima a seguir jugando cuando parece que todo está perdido. En una
lección que, sospecho, debe ser aplicable fuera de las pistas de tenis.
A partir de aquí, en fin, reveses cruzados que entran y
otros que no.
Y archienemigos que no lo son tanto, dobles faltas, lluvias
providenciales, noches durmiendo en el suelo, la soledad y el séquito, las
crisis más brutales y más absurdas. Como la de jugar una final de Gran Slam pendiente
de un postizo en el pelo. O darse cuenta, al final de su carrera, de que la educación lo es todo.
Hoy es 18 de julio y cierro Open por segunda vez. Ha
pasado un año. Ya es hora de ponerse a trabajar. Lo hago pensando que el siguiente juego está a punto
de empezar y que algo habremos aprendido.
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