jueves, 24 de octubre de 2013
lunes, 14 de octubre de 2013
Inmóvil.
Estaba yo el otro día
pintándome las uñas a brochazos, que viene siendo mi tercer o cuarto deporte
favorito y un día derivará en llevar estucados venecianos en las manos (al
tiempo), cuando el random más macabro nunca visto hizo sonar una canción que no
había escuchado en, por lo menos, 6 o 7 años.
Casi me revienta el
corazón ahí mismo.
Y era tan cerrada la nueche, solu col pensamientu, que no
hubo forma de evitar el viaje en el tiempo. Sentí, de nuevo, el aturdimiento
que traían consigo los afters con vinilos en casa de Tarzán, y también esa
punzada de orgullo que da amar algo que la mayoría de gente no conoce, ni falta
que hace.
Y aún vestida y sin
decoro, con la memoria causando desperfectos a su paso, el salto al vacío tornó
inevitable. Y hubo que recuperar unas cuantas historias que llevaban demasiado
tiempo a tres o cuatro metros bajo tierra.
Me refiero a joyitas
como Hablando de Marlén, la más
absoluta sordidez hecha canción. Una canción que apareció, precisamente, el
verano en que le pusimos la cartela de the end a Madrid y que casi toca volar
seis mil kilómetros con el corazón en un puño. Al final ya se sabe: pase lo que
pase nada importa. A menos que uno viva con amor y absurdidad en una canción de
Nacho.
O al Discurso de Eva, que hay que tenerlos
bien puestos para escribir tan duro, con tanta rabia. Cuánto más si eres una
tipa y vives en Cuba. No ha aparecido desde entonces nada remotamente parecido,
ni versos tan metralleta ni nadie que los lea como los oímos entonces,
boquiabiertos.
O a los famosos tomas y
dacas, que los camareros de este país aún siguen anonadados del par de
personitas especiales que fuimos un día. Bebiendo en silencio bolígrafo en
mano, dispuestos a ganar siempre, ni que fuera en la prórroga por goleada.
Porque pudimos perderlo todo, pero no la épica, y todos aquellos dibujitos
fueron solo una de las pruebas.
O a la maldita noche en
la feria, que fue para habernos matado pero a la que no solo tocó sobrevivir
sino hacerlo por la puerta grande, volviendo una y otra vez como Sísifo por si
el milagro volvía a ocurrir, de puro milagro. Si existen resacas maravillosas,
tienen que ser muy similares a la de la mañana siguiente de esa primera vez en
la feria, que todavía alguna vez sale la sonrisa idiota.
O al segundo jueves
consecutivo, con el que adviertes que, horror, ya casi se te ha olvidado.
Porque no sabrías decir de qué hablasteis, ni cómo cogisteis el taxi ni qué
pasó por la mañana. Esas cosas que en un momento dado te ponían el corazón tan
de gallina y que ya no te lo ponen ahora.
A todo esto se ha hecho
muy tarde, y ves cuánto ha llovido y también cómo. Y te das cuenta que hace
muchísimo tiempo que no chillas en plena calle, y que apenas lloras, y que en
cambio las resacas te dejan bastante más jodida y que, maldita sea, cada vez se
alejan más todas estas cosas.
Piensas que hay que ponerlas por escrito con
carácter de urgencia, antes de que se borren del todo. Que la nueche sigue
cerrada y que no es mal momento para empezar. Que total, estas uñas ya no hay
quien las arregle. Y que más vale que le des, porque tienes mucha tela por
delante.
Y el ruido al teclear
rompe el silencio.
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