lunes, 29 de febrero de 2016

El peligro.

Imagina que tu padre es un tipo, un comerciante, que un día pasó por el pueblo y tuvo una historia con tu madre. Imagina que después de aquello se largó por donde vino, dejándola embarazada, y que nunca más se supo de él.

Imagina eso mismo, pero en un pueblo de Ciudad Real alrededor de 1930. La gente hablando, porque hay cosas de las que no se deja de hablar por mucho que pasen los años. El desprecio, y la vergüenza. No debió ser Los Puentes de Madison precisamente. Así que creció y tuvo que marcharse. Habiendo vivido una infancia de mierda.

Me refiero a ella, la hija, que nunca se recuperó de eso. El hecho de no saber de dónde vienes; el reproche a tu propia madre por haber sido, cuanto menos, poco decente. Años y años de miradas extrañas, de habladurías. La crueldad en vecinos y hasta en familiares. Y no sacar jamás el tema, claro, porque hablar de ello aún hubiera sido más deshonroso, más humillante.

Todo aquello creó en esa mujer una especie de odio hacia el mundo inimaginable. Un resentimiento de tal magnitud que aún hoy, casi ochenta años después, sigue ahí, intacto.

Desde entonces, cualquier persona, de saque, siempre ha sido mala a sus ojos: hasta que se demostrase lo contrario, o ni siquiera. Cualquier contratiempo, una tragedia. Y si cometías un pequeño error, una sola palabra fuera de lugar, ella la iba a recordar y a repetírtela siempre. Es algo que hemos vivido todos los que hemos estado a su alrededor. Continuamente.

Porque no olvida: es un gran almacén de frases exactas, maneja el reproche como nadie, no ha dejado de estar dolida ni un solo día en toda su vida. Tampoco pidió ayuda nunca, está claro: todo aquello permaneció siempre como en una vitrina, solo que muy adentro. Era su tema y era intocable.

A lo largo de los años, y más a medida que he ido creciendo, me he esforzado mucho, muchísimo, por comprenderla. Y creo que al principio esa actitud suya debió de ser un arma para sobrevivir, la única que encontró, la que le sirvió para protegerse y seguir adelante. Su enorme escudo hecho de rechazo y de amargura.

La desgracia vino después, porque pasaron los años y ya nunca encontró una forma distinta de vivir. Por más que tuvo motivos para salir, otras cosas donde agarrarse. Ni el marido, ni los hijos, ni el trabajo, ni cierta estabilidad económica, ni los nietos; ya no le sirvió nada.

A fuerza de años, se le había quedado enquistado. Hasta que se convirtió en parte de ella. Nunca se perdonó ni perdonó a su pobre madre, incluso después de muerta. Y aún hoy, por más que le digas -una, mil, cien mil veces- que sonría, que esté agradecida, que piense en cosas bonitas, que trate de disfrutar, que la quieres… Ya es imposible. Solo cabe pensar que se va a morir, que cualquier día se morirá y que todo en su vida habrá estado marcado por ese velo tan amargo y doloroso.

Da mucho miedo, pero también es un tremendo aviso. Una lección en carne y hueso. Sobre el inmenso peligro de no soltar lastre. Conviene recordarlo.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Nadie sabe.

Nadie sabe hasta qué punto la ansiedad batalla contra la ilusión.
De una vida bonita, sosegada.
De hasta aquí he llegado, viví lo que me tocó.
Luego me planté y esto me vale.
Y salir a andar los sábados, a tomar una copa los martes.
Pronto, para volver a casa pronto.
Y ver las ciudades del mundo y oler el salitre y engullir el mar.

Nadie sabe hasta qué punto la frustración amenaza a la fe.
De creer que se puede, que elegiste bien.
Que si empezó difícil solo tenía que aprender a ser suave.
Despacio, para que no doliera.
Y coger un coche, un tren, un botecito sin remos.
Y dormir como un par de lirones en celo.
Exhaustos, con los párpados cerrados al fin en algo de paz.

Nadie sabe hasta qué punto la pena amordaza la fuerza.
Para llegar a ver, algún día, un horizonte azul: despejado.
El gong final del combate final callándolo todo.
Tal vez solo se oigan susurros. Los pies a dos palmos del suelo.
Y respirar de nuevo. Brindar como antes. Cantar bien alto.
Y querer y reír bien alto también.

Nadie sabe hasta qué punto, ni cuándo ni cómo ni cuánto.

miércoles, 3 de febrero de 2016

La fe

Es un miércoles cualquiera pero no lo es, y además Leila escribe hoy sobre la fe. Ella habla de una escena muy concreta de hace años; yo pienso en ella bastante a menudo. Será porque siempre necesité creer un poco, autoconvencerme, tirar. Será porque me ayudó a andar cuando me parecía una hazaña imposible.

La fe en que la pollería de debajo de casa siguiera abierta aunque fueran las nueve y veinte: pasar por delante y que lo estuviera. La fe, cada vez que llevamos días dándole vueltas a un maldito brief, obligándonos a recordar que siempre sale y siempre sale. La fe, para creer y seguir apostando por más que hayamos tocado fondo, para ver esa pequeña grieta por donde sigue entrando un poco de luz. La fe en que si no nos mata, incluso la mayor atrocidad nos hará más fuertes. La fe como único motor posible para cualquier remontada, y en especial para las mejores. La fe en uno mismo, por lo que un día fue, por lo que será: hasta que se demuestre lo contrario, y es que nunca se demuestra lo contrario. La de alguien en ti incluso en tu peor momento, viendo la peor de tus caras, sufriendo por tu culpa, por tu horror. La fe, que nos hace seguir escribiendo cuando la esperanza manda morder el polvo. La fe en unos ojos, en unas manos, viviendo allá al fondo donde las entrañas. La fe en que ella estará siempre al otro lado cuando yo baje de mi tren. Y en que estarán ellos. La fe como el único revulsivo posible. En las personas, en nuestros propios pasos, en los diminutos instantes de amor y en los inmensos fracasos. En que entre mil posibilidades, siempre exista una, mágica y heroica, de que todo termine por salir bien.


Es un miércoles cualquiera pero no lo es, y ahí sigue a pesar de todo. La fe. Tendría que pasar algo muy muy grande para perderla. O ni siquiera.