Es un miércoles cualquiera pero no lo es, y además Leila escribe hoy sobre la fe. Ella habla de una escena muy concreta de hace años; yo
pienso en ella bastante a menudo. Será porque siempre necesité creer un poco,
autoconvencerme, tirar. Será porque me ayudó a andar cuando me parecía una hazaña
imposible.
La fe en que la pollería de debajo de casa siguiera
abierta aunque fueran las nueve y veinte: pasar por delante y que lo estuviera.
La fe, cada vez que llevamos días dándole vueltas a un maldito brief, obligándonos
a recordar que siempre sale y siempre sale. La fe, para creer y seguir
apostando por más que hayamos tocado fondo, para ver esa pequeña grieta por
donde sigue entrando un poco de luz. La fe en que si no nos mata, incluso la mayor
atrocidad nos hará más fuertes. La fe como único motor posible para cualquier
remontada, y en especial para las mejores. La fe en uno mismo, por lo que un
día fue, por lo que será: hasta que se demuestre lo contrario, y es que nunca
se demuestra lo contrario. La de alguien en ti incluso en tu peor momento,
viendo la peor de tus caras, sufriendo por tu culpa, por tu horror. La
fe, que nos hace seguir escribiendo cuando la esperanza manda morder el polvo.
La fe en unos ojos, en unas manos, viviendo allá al fondo donde las entrañas. La
fe en que ella estará siempre al otro lado cuando yo baje de mi tren. Y en que
estarán ellos. La fe como el único revulsivo posible. En las personas, en nuestros
propios pasos, en los diminutos instantes de amor y en los inmensos fracasos. En que entre mil
posibilidades, siempre exista una, mágica y heroica, de que todo termine por
salir bien.
Es un miércoles cualquiera pero no lo es, y ahí sigue a
pesar de todo. La fe. Tendría que pasar algo muy muy grande para perderla. O ni
siquiera.
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