“Yo me apunto a cualquier cosa que te ayude pasar
la noche, ya sea una oración, tranquilizantes o una botella de Jack Daniel’s.”
Lo dijo (quién lo iba a
decir si no) míster Sinatra.
Pues hats off, Frank. Qué
manera de clavarla. Porque de un tiempo a esta parte, cuando todo se
descontrola, cuando los fines de semana zen se convierten en tours de force
raveros, cuando a la última cerveza le siguen 6 millones, cuando los volantazos
se suceden, el objetivo es básicamente ese, pasar la noche. Y en estos casos el
atrezzo termina siendo lo de menos.
Las oraciones, una vez
más, tienden a llevar banda sonora. Y cambiar de Lori Meyers a Extremoduro, con
lo grave que viene siendo, resulta el menor de los desvíos. De repente, sin
previo aviso, una noche a eso de las 10 de la mañana, aparece un texto que
aniquila a los demás. Las tres temporadas del cuentito de la agente y el
terrorista poco a poco se van esfumando. Y las luces en la calle ya están
encendidas y en el mercado, al mediodía, aguantando una bendita barra de aluminio,
descubrimos que falta gente.
Y de los tranquilizantes
ya ni hablamos.
Una vez, sin tener ni
puta idea de lo que se avecinaba, dijimos que moriríamos en las trincheras. Qué queréis que os diga, estábamos inspirados. Y qué
ilusos éramos, o lo que es lo mismo: cuánta razón teníamos. El título de la película, en fin, está servido, y
ojalá estuviera el mismo Frank para protagonizarla. ¿Es que no lo oís? Suenan flashes
y alguien, a lo lejos, tira ya una alfombra roja.
Una vez, jugando a decir
animaladas, dijimos que íbamos a morir en las malditas trincheras. Y allí germinó el
bestseller, para asombro de héroes y villanos. El título, iba diciendo, está servido.
‘Cuando fuimos
visionarios.’