miércoles, 25 de febrero de 2015

100 razones por las que vivir.

Viene de aquí y a su vez de aquí. Benditos sean.

1.    Los domingos por la mañana con todos, después del Primavera, apurando la última cerveza hasta las 11 de la mañana. Por lo menos.
2.    Eva tomando el sol, Peor para el sol y Juegos de azar. O las 3, una detrás de otra.
3.    El Huerto de Juan Ranas, en Granada.
4.    Que la lírica y el apocalipsis anden tan cerca, como bien demuestran La carretera y La constelación del perro.
5.    Haber olvidado qué pasó aquella noche en Las Vegas.
6.    El famoso 5-4 contra el Atleti.
7.    Haber cumplido 30 años. Y no de cualquier manera.
8.    El primer concierto de Nacho Vegas en la Bikini, allá por el pleistoceno.
9.    La música en directo en general.
10.  And all I loved, I loved alone (Edgar Allan Poe).
11.  Madrid. Enterita.
12.  Todo lo que escribe Enric González.
13.  La idea de que un jueves cualquiera, lloviendo a cántaros, pueda cambiarlo tanto todo.
14.  Los berberechos.
15.  Llegar a aprender, algún día, que pase lo que pase nunca pasa nada.
16.  La voz, y las letras, de san Leonard Cohen.
17.  Las puestas de sol en Siracusa, Sicilia, completamente borrachos.
18.  La cerveza, el bourbon, el bloody mary. No necesariamente en ese orden.
19.  Las cartas. Especialmente cuando van dirigidas a ti. Especialmente cuando tienes 8 años.
20.  El ala oeste de la casa blanca. Y la inteligencia fuera de control de Josh, el personaje interpretado por Bradley Whitford.
21.  Haber crecido sumando matrículas.
22.  Las noches en que pinchan ellos dos y no podemos por más que bailarles.
23.  Que cuando vayan mal dadas, siempre quede la opción de escribir y que con ella al fin respires.
24.  El Bar Leo.
25.  Ese momento en que se apagan las luces del cine.
26.  Por aquello de repetirse: conducir, a poder ser cantando a pulmón las canciones de un disco que un día llamaste 'Smile Gan'.
28.  Las croquetas, aunque no todas.
29.  El viento que sopla demasiado fuerte, con todo lo que conlleva.
30.  Que ella sobreviviera a esa juventud atroz y que la hiciera tan seria y tan fuerte.
31.  La palabra ‘imperturbabilidad’ y esa canción que la contiene.
32.  Dormir del tirón, ni que sea por casualidad y una vez al año.
33.  El barrio de Cimadevilla, en Gijón. Y ya que estamos, la playa de San Lorenzo.
34.  Que el oficio que detestas te dé, una vez cada mil años, una pequeña alegría.
35.  El momento de salir de la ciudad en coche. A cualquier otra parte.
36.  Las orquestas de pueblo en San Juan.
37.  Los calçots, muy a lo loco. Cuanto más mejor.
38.  Esta foto.
39.  Lionel –inmensi¡o hombre perro- Messi.
40.  Algunas (muy pocas) americanas negras.
41.  Todas las noches que se me fueron de las manos.
42.  La incondicionalidad, y esta vez no como palabra.
43.  El mar.
44.  La sonrisa de Michael Fassbender.
45.  Haber mordido el polvo alguna vez y haber vuelto a morir de la risa.
46.  La sensibilidad y la clarividencia y la elegancia de Joan Didion.
47.  Que me apetezcan tanto Islandia, Nueva York y Formentera.
48.  Sasha Djordjevic entonces.
49.  L’Empordà, porque cada uno tiene su Norteña.
50.  Seguir haciendo el pececito muy a menudo.
51.  Las mañanas de Reyes en casa.
52.  Que una vez cada veinte años, y sin que sirva de precedente, nos veamos y no acabemos a gritos.
53.  La forma de pensar y de escribir de Leila Guerriero.
54.  Los pingüinos.
55.  Que siempre se pueda elegir, y que la mayoría de veces haya una opción bonita.
56.  El tabaco.
57.  La palabra ‘señardá’. Y el concepto. Y también esto.
58.  Las mañanas de sábado en que salimos de la cama a la 1, y solo porque existen las cañas. Si no de qué.
59.  La bodegueta –esto… y la tortilla de la bodegueta.
60.  El día de Sant Jordi. (Y sí, lagrimita.)
61.  Croacia, pese a la rakia y gracias a la rakia.
62.  Los e-mails cargados de explosivos.
63.  Los erizos, y también según Cernuda.
64.  El momento en que un crío empieza a leer.
65.  Que a veces sobren, los motivos.
66.  Las llamadas que por fin llegan.
67.  El Cristina, en Castelldefels, y La Palmera, y el italiano bonito de la otra noche (también bonita).
68.  El Discurso de Eva.
69.  Haber aprendido a tejer en una sobremesa etílica y que me acabara gustando.
70.  Los áticos.
71.  El Cock y el Tony 2 (imposible elegir uno).
72.  Salir de trabajar a las 3 de la tarde en julio.
73.  El mes de julio en general.
74.  Los versos “A tus atardeceres rojos / se acostumbraron mis ojos / como el recodo al camino”.
75.  Los 4 de enero.
76.  Las casas llenas de libros. A rebosar de libros. Cuanto más obscenamente repletas mejor.
77.  Terapia Films, aunque últimamente nos esté dando menos alegrías.
78.  Las resacas muertos de risa, que las hay.
79.  Cuando, ni que sea de milagro, todas las piezas encajan.
80.  Dejarse llevar. Sí, en especial en la cama.
81.  Bad influence. Y lo que significó las dos veces.
82.  Ellos. “Hablo de hombres de verdad: masculinos, educados, correctos en el vestir, silenciosos cuando la prudencia o la situación lo requerían; torpes, tímidos a veces, pero fiables como rocas, o pareciéndolo. Aunque te miraran el culo. Hombres con reputación de tales, que te hacían temblar las piernas con una mirada o una sonrisa. Señores a los que, como tú sueles decir, era posible llamar de ese modo sin tener que aguantarse las carcajadas; a diferencia de ahora, que en los rótulos de las puertas de los servicios llaman caballero a cualquiera.” Pese a su autor, Pérez Reverte.
83.  Las dedicatorias.
84.  Que sea tan divertido atar cables (e incluso pelarlos). Tanto como la épica en una pantalla de chat.
85.  Los artículos densos, interminables y brillantes de Jot Down. Como este.
86.  Thomas Bernhard.
87.  La luz de mi pequeño Versailles.
88.  Que, de haberlos podido elegir, no me hubiera podido salir mejor. Porque es que es imposible.
89.  Las locuras nivel Man on wire.
90.  Haber preferido ser la amante durante una época larga e inconsciente que sospecho que no olvidaré.
91.  La insoportable sensibilidad de las canciones tristes.
92.  La forma en que me cuida, en que lo ha hecho siempre.
93.  Las sábanas planchadas de los hoteles.
94.  Que las cosas, al final, caigan por su propio peso.
95.  Que un día, al cumplir 18, me desearan todo esto, aunque el vídeo se acabara perdiendo.
96.  Que salgan adelante proyectos como Orsai o Blackie Books.
97.  Todos los bares que aún nos faltan por descubrir.
98.  La nobleza como cualidad imprescindible.
99.  La memoria.
100. Los famosos puntos suspensivos.  

jueves, 12 de febrero de 2015

Algunas cosas que sí han cambiado.

Me siento a veces en sus rodillas, y entonces hablamos bajito. En el momento no; pero luego, vista desde fuera, la imagen provoca en mí algo peligrosamente parecido a la ternura. En mí, digo; con lo que una ha sido.

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Recuerdo tener 20 años y aguantar 16 horas seguidas trabajando como si nada. ¿Hasta las 3 de la mañana? Dale. ¿Y al salir unas cervezas? Venga. He visto a héroes en Troya flaquear más que yo en aquella época. Jamás –pero jamás- estaba cansada. Las resacas me duraban diez minutos, tirando largo. Ahora, tratando de mantener la misma actitud (esa de meterle mano a la vida y no parar hasta caer rendida, etcétera) me doy cuenta de que esa plenitud hace rato que se fue. Ahora, si paso demasiadas horas delante del ordenador se me cansa la vista y me medio mareo. La primera cerveza ya no me recompone, dejándome nueva y perfectamente lista para la próxima jarana. Mi dolor de espalda, a ratos, roza el nivel catástrofe natural -alerta roja. Cuando llevo días bajo presión, puedo sentir mi cerebro estrujándose como una bayeta amarilla. En fin, todo un desastre. Y claro, no tengo palabras para expresar cuánto llego a echar de menos a la tipa indestructible que un día fui.

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También echo de menos esa forma de ir a conciertos. Entrar a la sala y pedir una copa que, de puro milagro, se multiplicaba. Canturrear, bailar, sentir el amor absolutamente amplificado, descubrir a los mejores teloneros ever, suplicar los bises, saltar, abrazarnos. Ese tipo de estado, ese tipo de cosas. Salir a cenar después, claro, con los garitos ya cerrando y coger un taxi hechos polvo pero eufóricos, como si hubiésemos salido a cantar nosotros. Haciendo de cada directo una final de la Champions. Jugándola de la única manera posible, como si fuéramos a colgar las botas a final de temporada. El final de temporada, por supuesto, terminó llegando. Lo que decía: ese tipo de estado, ese tipo de cosas.

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A pesar de todo, la vida me está enseñando (a menudo a hostias) que crecer no siempre implica crecer, y yo sé lo que me digo. Que puedes tener 60 tacos y volver a dar un triple salto mortal, con el alma tendida a la intemperie, a merced de todo tipo de argumentos hollywoodienses –o de telenovelas sudamericanas heavy metal. Con 60 o con 85, que se dice pronto. Para mi perplejidad, porque yo antes creía que esto era una cosa de adolescentes, que a mi edad uno no se embarrancaba o si lo hacía era estando en las últimas. Ja. Ja y ja. Que básicamente es todo lo que puedo decir al respecto.

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Sobrevuelan, como siempre, las canciones. Balbucean, famélicas, recién levantadas.

lunes, 2 de febrero de 2015

No claudicar.

Historias que impresionan más allá de lo que podías suponer. Que, literalmente, te atraviesan. Porque las vivió alguien muy cercano. Por estar tan terroríficamente basadas en hechos reales. Y por la forma de contarlas, tan en serio y tan en crudo, también.

Luego el vértigo. Que lo que habías dado por bueno durante años torne un inmenso espejismo. Que las certezas decidan desmoronarse sin preaviso, en mitad de un silencio atronador.

Que al otro lado haya, básicamente, piel.

Vivir la revelación de la única forma posible: desde el más puro estremecimiento. Lidiar con una nueva clase de abandono. Y redescubrir esa sensación, tan difícil de expresar con palabras, que se parece a la necesidad imperiosa de estar precisamente donde estás. Saliéndote, al mismo tiempo, de ti mismo.

No una: sino otra y otra y otra y otra vez.

Ver –verlo más que nunca- que hay que construir a partir de ahí or nothing. Habiendo calibrado el valor exacto de ese nothing. Y bueno, respirar hondo. Reconstruir las bases. Olvidando recontar los daños. Que del revés sea cualquier día el lado bueno. Saltar al campo de nuevo y hacerlo con el corazón latiendo a muerte. No volver a perder una batalla. Ni otra maldita noche. Haber decidido, esperando el siguiente gin tonic -más vale tarde que nunca-, que el único plan es no cejar.

La única misión, no claudicar.