Luego el vértigo. Que lo
que habías dado por bueno durante años torne un inmenso espejismo. Que las
certezas decidan desmoronarse sin preaviso, en mitad de un silencio atronador.
Que al otro lado haya,
básicamente, piel.
Vivir la revelación de
la única forma posible: desde el más puro estremecimiento. Lidiar con una nueva
clase de abandono. Y redescubrir esa sensación, tan difícil de expresar con
palabras, que se parece a la necesidad imperiosa de estar precisamente donde
estás. Saliéndote, al mismo tiempo, de ti mismo.
No una: sino otra y otra
y otra y otra vez.
Ver –verlo más que nunca- que hay que construir
a partir de ahí or nothing. Habiendo
calibrado el valor exacto de ese nothing.
Y bueno, respirar hondo. Reconstruir las bases. Olvidando recontar los daños. Que
del revés sea cualquier día el lado bueno. Saltar al campo de nuevo y hacerlo con
el corazón latiendo a muerte. No volver a perder una batalla. Ni otra maldita
noche. Haber decidido, esperando el siguiente gin tonic -más vale tarde que
nunca-, que el único plan es no cejar.
La única misión, no
claudicar.
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