jueves, 14 de febrero de 2013

De añadas y frioleros.

Hace no mucho, estuvimos un fin de semana en un pueblo perdido – más bien perdidérrimo- del Pirineo catalán. Habíamos comido los primeros calçots de la temporada (quien no haya probado los calçots será incapaz de entender el hito sentimental que esto supone) y seguido con la consiguiente, valga la redundancia, sobremesa. O lo que es lo mismo: habíamos ingerido la cantidad de alcohol suficiente como para que, a falta de afición por algo incomprensible llamado Catán, alguien sacara una guitarra.

Los demás, con efecto inmediato, nos convertimos en un equipo de coristas borrachas de, siendo muy generosos, tercera división.

El resto es historia. Cayeron todos los temas del mundo, cada uno de su padre y de su madre: Sabinas y Calamaros, Muses e Irons&Wines… Qué sé yo. Pudimos estar horas cantando. O más bien intentándolo. Nunca llegaremos a agradecer lo bastante a los dioses la suerte de contar con él, bendito sea, que desde siempre ha sido el único capaz de afinar y por ende, de guiarnos a los demás en el misterioso mundo de la harmonía.

Porque lo que es el resto... Que Dios nos conserve la vista, porque el oído, desde luego, lo hemos perdido.

Decía que estuvimos horas cantando, así que nos dieron las tantas y se hizo de noche. Era un sábado del mes de enero. Pero nosotros, lejos de cejar en nuestro empeño, envidamos a la suerte y no sólo no dejamos de cantar sino que abandonamos el calor del salón de la casa para salir al jardín, a seguir con nuestra operación tuna particular. Dándole más rollo al asunto: montando el circo alrededor de un fuego que alguien, menos misericordioso que borracho, se había encargado de avivar. Por si en algún momento, de casualidad, nos daba por cenar, cosa altamente improbable.

Total, que allí estábamos. Ocho o nueve almas de cántaro –y nunca ha venido tan a cuento esta expresión- alrededor de un fuego a no sé cuántos grados bajo cero y encima cantando.

En estas llegó el típico momento entre canción y canción en que lo propio era discutir cuál iba a ser la siguiente.

Ya digo: el frío animal, la noche cerrada, el fuego crepitando. Muchos gorros y aún más guantes. Y claro, también un par de botellas y un par de pares de copas que se iban vaciando periódicamente desde hacía mucho –para entonces ya muchísimo- rato.

Fue cuando pasó. Empezaron a sonar los primeros acordes y las notas de la guitarra cortaron el aire.

El brinco en el corazón fue legendario. Habían pasado años desde la última vez que la oí. Había sido mi canción favorita. De las 4 o 5 que en algún momento me robaron el corazón de verdad, con todas las letras. Y ahí estaba, olvidada en lo más profundo de la memoria, vete a saber si como mecanismo de defensa o por qué extraño fenómeno psicológico. Enterrada en lo más recóndito. Hasta esa noche.

Como es natural, nadie más se la sabía. Es lo que pasa con las canciones que sólo se han publicado en EP’s prácticamente desconocidos. Pero precisamente por eso había que cantarla. Quién dijo miedo habiendo hospitales. Además, a esas alturas de la noche ya no quedaba el menor resquicio de vergüenza y a duras penas nos veíamos las caras más allá de los cigarrillos-luciérnaga que se encendían a cada calada.

El tipo de cosas que sólo pasan en Norteña. Un mano a mano prácticamente susurrado. Dos voces y todo el silencio del mundo alrededor. En un valle perdido entre montañas. Y la historia de un tipo que dejó escapar a una chica friolera y por poco muere congelado. Basada, además, en una tremenda melodía tradicional. De aquellas que han calado hasta los huesos a hombres y mujeres de todas las generaciones.


Una canción susurrada a dos voces con todos los ingredientes imprescindibles: mantas a cuadros, promesas, riñas, olas. Y también inviernos.
Inviernos infinitos, que son los más tremendos.



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