martes, 29 de septiembre de 2015

Ten paciencia.

Hoy una canción casi me mata. Es, como todas las canciones asesinas, insoportablemente triste y en ella aparecen unos versos de Luís García Montero que no pueden tener más sentido:

"Porque el mundo es así, y vengo herido,
ten paciencia conmigo".

Así que nada de lo que pueda escribir yo hoy va a explicar mejor algunas cosas. 

Aquí la letra.

"Ojalá pueda hacerte reír como nadie
y mucho más que ninguno.
Que me veas valiente cuando me acobarde
y que nunca descubras el truco.
Pero el mundo es así, y vengo herido,
ten paciencia conmigo.

Ojalá no te duelan las mismas canciones
y no te falten amigos.
Para cuando no rime con nada tu nombre,
para cuando algún torpe te saque de quicio.
Pero el mundo es así, y vengo herido,
ten paciencia conmigo.

Si te aburres de mí,
si no es lo mismo,
ten paciencia conmigo."

Aquí, algún rato, la vida.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Las manos fuertes.

Son las 5 de la tarde y lleva más de dos horas inmóvil, en la misma posición exacta, ligeramente inclinado hacia la derecha en la butaca. Nadie sabe en qué piensa, si es que piensa. Sí que oye lo que pasa a su alrededor. Ellas dos trastean, se gritan, suben todavía más el volumen de la tele: lo de siempre. Le miran a menudo o comentan algo sobre él, que se ha vuelto el centro de todo. Lo de siempre.

Tiene muchos cojones haber tenido 13 hermanos y haber perdido a seis de niño. Pero tiene más tela todavía haberles sobrevivido a todos y no acordarse de ninguno. Y eso que les cuidó cuando sus padres se marcharon y esa infancia le dejó un rictus que nunca le abandonó: una austeridad rígida y terca que solo se relajaba cuando le decía que había sacado sobresaliente. Entonces suavizaba un poco el gesto y me daba la mano, fuerte. Como si yo fuera un hombre y no una niña, fuerte.

Son las 5 de la tarde y hace al menos dos años que no reconoce a nadie. Ni a su mujer ni a sus hijos ni a sus nietos, a nadie. Desde hace meses, apenas fija la mirada y tiene que comer purés y beber agua con espesante, para no atragantarse e infectar sus pulmones maltrechos. Si no se mueve se le llena el cuerpo de llagas y si lo mareas mucho se queja pronunciando sonidos incomprensibles. Se hace difícil acertar, pero se intenta.

Tiene muchos cojones haber nacido en Córdoba para emigrar a Gijón y de ahí a Catalunya. Significa algo así como no haber sido realmente de ninguna parte. Tal vez por eso no se ató a nada, y ese desarraigo fue una seña de identidad que llevó siempre con él. No tuvo demasiados amigos ni fue especialmente cariñoso con nadie. Era generoso, eso sí: “no se dice quieres, se dice toma”, y el acento andaluz impresionaba. Partía los caramelos con el cuchillo porque eran demasiado grandes para unas manos tan pequeñas. Jugábamos al dominó –a la garrafina- y me trataba como a cualquier otro hombre del bar. Su Torres 10, mi Fanta, y veinte duros encima de la mesa que iban a la hucha al final de las partidas, por mucho que siempre me ganara.

Son las 5 de la tarde y hace semanas que alguien dijo que ya era cuestión de semanas. Ahí está, inclinado a la derecha en la butaca, mientras el tiempo pasa y se va difuminando sin remedio. Duerme mucho, cada vez más, es muy raro que sonría. Solo sigue apretando la mano cuando se la das. La aprieta fuerte.

Barcelona, a 21 de septiembre. Día Mundial del Alzheimer.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Los bares donde nacen las canciones (I)

El título está inspirado en un verso. Dale, Quique.

El primer recuerdo que tengo de un bar es horrible. Se llamaba (se llama, creo que aún existe) El Jerezano, y era el lugar donde yo acompañaba a mi padre a tomar algo las tardes de Nochebuena, en una burda excusa para sacarme de casa y que al volver, ya anocheciendo, me encontrara con los regalos que había dejado para mí Papá Noel -en forma de madre. Pues bien: era un antro sucio, oscuro y carajillero donde no había una mujer a mil millas y todos los parroquianos parecían igual de sucios y de oscuros, por no decir de desdentados. Yo tenía 4 o 5 años, las tragaperras sonaban que ni en Las Vegas y aún no he logrado saber por qué razón mi padre no me llevaba a la cafetería decente que había a un par de calles. Eso sí, había una máquina que sacaba pistachos –infectos, supongo- cuando metías una moneda de 25 pesetas y que intuyo que fue la única razón por la que no llegué a palmar ahí dentro.

El siguiente bar es un tópico tan absoluto como entrañable: el de una facultad, la nuestra. Eso significa que más que un bar aquello era nuestra casa, y de allí salió lo que somos ahora. Todavía ahora no entiendo por qué nos metimos a estudiar eso, en ese sitio; a la vez, no puedo estar más agradecida. El caso es que se ha convertido en un lugar tan mítico como Troya o la Atlántida, porque fue donde nos conocimos, donde esperábamos a que todos saliéramos del maldito examen para correr a tomar hectolitros de cerveza y donde jugamos a las cartas como si disputáramos la mismísima final de la Champions o la de los 100 metros lisos en unas olimpiadas. No exagero nada: si no nos apuñalamos entonces ya no lo haremos nunca y una partida oficial, de lo que sea, ya nunca será la misma.

La historia sigue en Madrid –dónde si no-, en mi bodega favorita del mundo, principalmente porque es el primer bar al que fui sola en la vida. A base de libros y cañas conocí al guardián del asunto y aquello coincidió con empezar a descubrir Madrid –y con quererla. He vuelto siempre: llevando a todo aquel que se preciara, agarrando cogorzas inhumanas, como primera o última parada de nuestros tours de force por la ciudad. Nunca agradeceré bastante que ahí siga, para entrar todas las veces y recordarlo todo. Porque ha estado en cada visita aka. momento crítico, abrevándome y abrevándonos a todos, aunque fuera (o sobre todo) fuera de horas.

Hay más, muchos más. En Clot, en Granada, en Gijón. En Cuenca, Nueva York y Lisboa. Habrá que escribir sobre ellos. El último está a la vuelta de la esquina, allá en medio del Atlántico, en la parte vieja de una ciudad sorprendente y caótica y medio despeñada llamada Funchal. Era tan bonito como el más bonito bar berlinés y fue el campamento base de la expedición (que como todo el mundo sabe no se encuentra nunca en los hoteles). Además, servían unas ponchas fantásticas y nos dejaban fumar, rodeados de miles de cáscaras de cacahuetes por el suelo. Era bonito, digo: casi tanto como el punto tonto que nos agarrábamos después cenar o como esos selfies que nos hicimos copa en mano. En fin. Hay más, claro. Y claro: habrá que escribir sobre ellos.  


miércoles, 2 de septiembre de 2015

Elegir la espada.


Empezar a plantearse elegir la espada. Leer, en el mismo buzón de entrada, el mismo tono y el mismo estilo. Sentir la leve punzada. Recordar mucho. Recordar tanto. Tomarse las cosas demasiado a pecho. Que duela, a la altura de la costilla derecha, el pecho. Tener un collage que a ratos hace sonreír y a ratos entristece. Subir las escaleras sin demasiadas ganas. Trazar planes que no encajan. Inverosímiles, decepcionantes. Proponerse convivir con nada. Que haya, como hubo siempre, un enorme libro redentor. Contar con ellos. Saber que contar tiene sus trampas. Intentar dejar de hacerlo. Fallar con todo el empeño. Tragar disgustos. Salir más fuerte en teoría. Haber olvidado la práctica. Jugar al dominó de hostia en hostia. En mitad de una noche que acaba. Beber cerveza. Inhalar fuerte. Y así, septiembre.