viernes, 12 de junio de 2015

Y retorcerlo hasta que deje de doler.

Qué manera de fijarnos en las cosas que no tenemos. Mientras las que sí se nos escurren como sanguijuelas de las manos. Y luego es demasiado tarde; siempre es demasiado tarde. Tan poco control sobre la angustia que es profunda y es feroz, campando a sus anchas por el pecho día y noche, jugando al animal malherido que es. Y la imperiosa necesidad de reventarlo todo y salir corriendo cuando lo que hay fingir es justo lo contrario. Fake it until you make it. Respirar hondo, todavía más, cuando habría que escribir acompasado. Y convencerte de que serás más fuerte o no serás, que nada es jamás tan grave. Apretar los párpados, de nuevo convertidos en metralla. Cuántas veces susto, cuántas veces miedo. Que rendirse, otra vez, no se contemple como opción. Y que el rímel, otra vez, se vaya al mismo carajo. Dormir como un espejismo, la posibilidad de una isla. Todo aliñado con una infinidad de campañas absurdas. Con él que se muere. Bajo la atenta mirada. Ay, la incondicionalidad. Una canción. Las mandíbulas apretadas, como los puños. Y un suspiro más: otro.

martes, 2 de junio de 2015

Aquella tarde.

Tenía 7 años la única tarde en que mi madre se acercó a buscarme al colegio. 
Me debió de iluminar algo allá arriba, porque fui capaz de adivinar, para su sorpresa, lo que había venido a decirme: que habían decidido continuar por separado. Por aquello de las diferencias irreconciliables y demás.

No creo que fuera especialmente traumático. Tampoco, claro, fue demasiado sencillo. Lo que ahora sé es que aquel primer gran contratiempo fue sobre todo una tremenda inversión. Me enseñó a asimilar, mucho antes de lo que les ocurre a muchos, algo que suele ser complicado de aceptar: que las cosas no suelen ser como nos gustaría que fuesen, que casi nada está -ni de lejos- en nuestras manos.

Aquella tarde, decía, aprendí más que en todos los años de colegio que vendrían. Que dos personas serias, valientes, honestas o inteligentes no tenían por qué llevarse bien o que yo, adorable criatura, no iba a ser motivo suficiente para que se tragaran su infelicidad y siguieran viviendo juntos. Tuve que dejar de creerme infalible de una hostia, aunque aún conserve algún delirio de grandeza por ahí suelto.

Desde entonces sospecho que eso a lo que llamamos amor es tremendamente complejo y que, en un momento de crisis, tenemos que ponernos a nosotros mismos por delante (porque nadie más lo hará). También sé que el lugar natural de las personas está hecho de arenas movedizas y que convivir con un cierto grado de inestabilidad nos hace más valientes y más humanos.

Aquella tarde esbozó lo que con los años se iría haciendo más y más claro: que vivir conlleva el enorme riesgo de ir perdiendo cosas. Que los obstáculos sirven para saltar más alto y que siempre existe la posibilidad de hacerlo un poco mejor cuando uno falla, lo cual a pesar de ser una putada me ha servido de consuelo a veces.

También, desde entonces, entiendo que hay que aprender a caminar solo, aunque trate con todas mis fuerzas de rodearme de la gente más valiosa. Y desde entonces, cuando me asusto, pienso que lo he visto derrumbarse todo otras veces y que al final aquí sigo, razonablemente fuerte y razonablemente viva, más o menos consciente de que incluso cuando ocurre lo peor nunca pasa nada.

Sí: esa tarde fue fatal, pero valiosa.
Ahora lo sé. Todo es frágil. Nada eterno.
Y algún rato pienso que así es como debe ser. 
Para que sea grande y sea bello.