martes, 2 de junio de 2015

Aquella tarde.

Tenía 7 años la única tarde en que mi madre se acercó a buscarme al colegio. 
Me debió de iluminar algo allá arriba, porque fui capaz de adivinar, para su sorpresa, lo que había venido a decirme: que habían decidido continuar por separado. Por aquello de las diferencias irreconciliables y demás.

No creo que fuera especialmente traumático. Tampoco, claro, fue demasiado sencillo. Lo que ahora sé es que aquel primer gran contratiempo fue sobre todo una tremenda inversión. Me enseñó a asimilar, mucho antes de lo que les ocurre a muchos, algo que suele ser complicado de aceptar: que las cosas no suelen ser como nos gustaría que fuesen, que casi nada está -ni de lejos- en nuestras manos.

Aquella tarde, decía, aprendí más que en todos los años de colegio que vendrían. Que dos personas serias, valientes, honestas o inteligentes no tenían por qué llevarse bien o que yo, adorable criatura, no iba a ser motivo suficiente para que se tragaran su infelicidad y siguieran viviendo juntos. Tuve que dejar de creerme infalible de una hostia, aunque aún conserve algún delirio de grandeza por ahí suelto.

Desde entonces sospecho que eso a lo que llamamos amor es tremendamente complejo y que, en un momento de crisis, tenemos que ponernos a nosotros mismos por delante (porque nadie más lo hará). También sé que el lugar natural de las personas está hecho de arenas movedizas y que convivir con un cierto grado de inestabilidad nos hace más valientes y más humanos.

Aquella tarde esbozó lo que con los años se iría haciendo más y más claro: que vivir conlleva el enorme riesgo de ir perdiendo cosas. Que los obstáculos sirven para saltar más alto y que siempre existe la posibilidad de hacerlo un poco mejor cuando uno falla, lo cual a pesar de ser una putada me ha servido de consuelo a veces.

También, desde entonces, entiendo que hay que aprender a caminar solo, aunque trate con todas mis fuerzas de rodearme de la gente más valiosa. Y desde entonces, cuando me asusto, pienso que lo he visto derrumbarse todo otras veces y que al final aquí sigo, razonablemente fuerte y razonablemente viva, más o menos consciente de que incluso cuando ocurre lo peor nunca pasa nada.

Sí: esa tarde fue fatal, pero valiosa.
Ahora lo sé. Todo es frágil. Nada eterno.
Y algún rato pienso que así es como debe ser. 
Para que sea grande y sea bello.

No hay comentarios.: