Y por una vez no
exagero.
El día anterior había
descubierto los paparajotes y los caballitos y demás lindezas locales, que pasé
a enseñarles con toda la didáctica de que fui capaz entre copa y copa en la
(bendita) zona vip. Al año siguiente no se me ocurrió otra cosa que llevarme al
partenaire más cafre de la historia. Eso sí: el tipo me aguantó las siete horas
de tren de ida y las siete de vuelta, y sólo por eso merece un lugar en el
cielo.
Antes de eso hubo otros
momentos legendarios; después otros más. De todos los colores. Recuerdo ser
prácticamente una adolescente y largarme al desierto en mi cumpleaños y también
cuando conquistamos el Cabo de Gata y en algún momento del abordaje estuvimos
bailando hasta que salió el sol. También que pisé Burgos una sola vez en mi
vida, y que fue porque tocaba Nacho y porque por ahí andaba Enric con la banda.
Qué jartá de poperos y qué precios de escándalo: ideales para volver de
madrugada a Madrid conduciendo. Fue una visita relámpago y fue genial.
Muchas –muchísimas-
veces jugué en casa. Y elegí campo y balón.
Con los años, me doy
cuenta, he ido perdiendo fuelle. Al principio fue el Sónar, especialmente de
noche. Mordor da menos miedo: quien haya estado asentirá con la cabeza, como si
lo viera. Nunca tuve tanto éxito comprando tabaco como aquella vez en que delante, en la cola, se tambaleaban tres mendas con el
ciego más ciego jamás registrado por la ciencia: imposible acertar con la
moneda en la ranura, antes muertos. Que si no les ayudo ahí siguen, los muy piltrafas.
En una de aquellas
volvimos a casa andando. Sí, un paseo de siete kilómetros a las ocho de la mañana
no llegó a matarnos. Aunque ahora que lo pienso, no sé si lo deberían probar en
sus casas. De cualquier forma, dormimos unas 17 horas del tirón, y el resacón
alcanzó, como cada vez, cotas estratosféricas. Hay que decir en nuestro favor que
pasar resacas en la casa de Tetuán era incluso bonito.
Luego apareció él, y el
primer choque de trenes enamorados llegó en el Summercase, que en paz descanse.
Unan música y besos y atardeceres del mes de junio: tienen el cóctel que van a
estar echando de menos para siempre. Qui n’ha begut en tindrà set. No avui; tota
la vida. Recuerdo el momento mágico en que él iba a la barra y yo volvía de los
baños y nos cruzamos en mitad de un escenario momentáneamente vacío; sin mediar
palabra y mirándonos en todo momento nos tiramos uno encima del otro y alguien
hizo la famosa foto que ya no veremos nunca. Recuerdo estar con un par de
amigos con los que cafreamos como era habitual y con los que no he vuelto a
cafrear desde entonces. Recuerdo encontrar un taxi de milagro para volver a
casa, a retozar como si no lleváramos 14 horas saltando, lo cual tiene un mérito
importante.
Al año siguiente
estuvimos en el Primavera Sound, casi todo el tiempo en modo mano a mano
idílico. Para entonces ya éramos unos másters en acompasar noches etílicas con más
noches etílicas. El sábado de madrugada montamos una tangana que ni en una
final de Copa. Andaba Tarzán de por medio, y la cosa se saldó con un viaje de
30 kilómetros en taxi en unas condiciones lamentables. Aún así, no puedo decir
que estuviera mal del todo.
El triplete histórico se
ventiló en Benicássim, con la única tienda de campaña donde he dormido en la
vida como invitada especial. Fuimos a levantar un cadáver, y lo hicimos de la
forma más bonita que se me ocurre incluso ahora: con Cohen y Morente a la banda
sonora. No sé si volvería a hacerlo. Ya he dicho muchas veces que ser adicta al
veneno tiene más de una contraindicación. Si lo que quieren es vivir cien años
no vivan como vivo yo, y lo que es más serio todavía: no se les ocurra salir a
bailar valses vieneses.
Luego no digan que no les avisé.
Aquí se cierra uno de los
capítulos y sin más dilación se abre el siguiente. Este otro incluye un Sónar de día
donde reapareció el mítico Tarzán y que acabó (¿es que quedaba alguna duda?) a
las mil quinientas. Y el siguiente Primavera, que nos dejó en un ko técnico
ideal para ver al Barça ganar una Champions en lo que fue una memorable sobremesa, previa paella con un remoto efecto
paliativo. Sólo lo pudieron arreglar los chupitos-gol que cayeron durante la
tarde maratoniana. La pobre meta aún no ha sido capaz de contarlo.
Luego volamos para pasar aquellas 48
horas míticas en Gijón. Era verano, llegaba septiembre. En la playa de San
Lorenzo nunca vieron un uniforme tan mediterráneo para un clima tan norteño.
Pero la sidra, que todo lo puede, amortiguó la hipotermia y la historia terminó
como terminan estas cosas: en un bareto de Cimadevilla que no cerraba ni para
Dios rodeadas de la santísima trinidad a la que seguimos rezando hoy. You know
what I mean.
Y ay. De nuevo el
Primavera. El año pasado. Teléfono en mano en los trayectos entre el escenario X
y el escenario Y (unos mil kilómetros: dos trenes no se cruzarían en la vida) estableciendo
conferencias con Granada en el clásico momento vital en que el alma se nos iba por una más de esas llamadas. Palmando el viernes en el trabajo porque el
jueves –as usual- se nos había ido de las manos. Y palmando de nuevo el domingo para bajar a un
Arc de Triomf donde Nacho cantaba y nosotros nos mojábamos. Tan alegremente. La
visita previa al festival fue la bomba y la siguiente también, y esas semanas
estuvieron marcadas por el ‘Tú, misionero de Dios’ que justo anda sonando
de fondo mientras escribo esto y que en directo fue un rayo de luz que deslumbró a la mismísima
primavera.
En fin. Hasta aquí llega
este recuento parcial e incompleto, cuyo crono se volverá a activar en cosa de un
par de días. Ojalá la progresión siga este ritmo. Y ojalá nos crucemos en
alguna de las barras. Ya andamos calentando, porque un to be continued nunca tuvo más sentido.