martes, 21 de mayo de 2013

De festivales.

Me acuerdo de haber estado con ellas en el que fue su primer festival. Hará un par o tres de años. Me decían que las estaba desvirgando, las muy animales. También es verdad que para mí era algo así como el vigésimo cuarto.

Y por una vez no exagero.

El día anterior había descubierto los paparajotes y los caballitos y demás lindezas locales, que pasé a enseñarles con toda la didáctica de que fui capaz entre copa y copa en la (bendita) zona vip. Al año siguiente no se me ocurrió otra cosa que llevarme al partenaire más cafre de la historia. Eso sí: el tipo me aguantó las siete horas de tren de ida y las siete de vuelta, y sólo por eso merece un lugar en el cielo.

Antes de eso hubo otros momentos legendarios; después otros más. De todos los colores. Recuerdo ser prácticamente una adolescente y largarme al desierto en mi cumpleaños y también cuando conquistamos el Cabo de Gata y en algún momento del abordaje estuvimos bailando hasta que salió el sol. También que pisé Burgos una sola vez en mi vida, y que fue porque tocaba Nacho y porque por ahí andaba Enric con la banda. Qué jartá de poperos y qué precios de escándalo: ideales para volver de madrugada a Madrid conduciendo. Fue una visita relámpago y fue genial.

Muchas –muchísimas- veces jugué en casa. Y elegí campo y balón.

Con los años, me doy cuenta, he ido perdiendo fuelle. Al principio fue el Sónar, especialmente de noche. Mordor da menos miedo: quien haya estado asentirá con la cabeza, como si lo viera. Nunca tuve tanto éxito comprando tabaco como aquella vez en que delante, en la cola, se tambaleaban tres mendas con el ciego más ciego jamás registrado por la ciencia: imposible acertar con la moneda en la ranura, antes muertos. Que si no les ayudo ahí siguen, los muy piltrafas.

En una de aquellas volvimos a casa andando. Sí, un paseo de siete kilómetros a las ocho de la mañana no llegó a matarnos. Aunque ahora que lo pienso, no sé si lo deberían probar en sus casas. De cualquier forma, dormimos unas 17 horas del tirón, y el resacón alcanzó, como cada vez, cotas estratosféricas. Hay que decir en nuestro favor que pasar resacas en la casa de Tetuán era incluso bonito.

Luego apareció él, y el primer choque de trenes enamorados llegó en el Summercase, que en paz descanse. Unan música y besos y atardeceres del mes de junio: tienen el cóctel que van a estar echando de menos para siempre. Qui n’ha begut en tindrà set. No avui; tota la vida. Recuerdo el momento mágico en que él iba a la barra y yo volvía de los baños y nos cruzamos en mitad de un escenario momentáneamente vacío; sin mediar palabra y mirándonos en todo momento nos tiramos uno encima del otro y alguien hizo la famosa foto que ya no veremos nunca. Recuerdo estar con un par de amigos con los que cafreamos como era habitual y con los que no he vuelto a cafrear desde entonces. Recuerdo encontrar un taxi de milagro para volver a casa, a retozar como si no lleváramos 14 horas saltando, lo cual tiene un mérito importante.

Al año siguiente estuvimos en el Primavera Sound, casi todo el tiempo en modo mano a mano idílico. Para entonces ya éramos unos másters en acompasar noches etílicas con más noches etílicas. El sábado de madrugada montamos una tangana que ni en una final de Copa. Andaba Tarzán de por medio, y la cosa se saldó con un viaje de 30 kilómetros en taxi en unas condiciones lamentables. Aún así, no puedo decir que estuviera mal del todo.

El triplete histórico se ventiló en Benicássim, con la única tienda de campaña donde he dormido en la vida como invitada especial. Fuimos a levantar un cadáver, y lo hicimos de la forma más bonita que se me ocurre incluso ahora: con Cohen y Morente a la banda sonora. No sé si volvería a hacerlo. Ya he dicho muchas veces que ser adicta al veneno tiene más de una contraindicación. Si lo que quieren es vivir cien años no vivan como vivo yo, y lo que es más serio todavía: no se les ocurra salir a bailar valses vieneses.

Luego no digan que no les avisé.

Aquí se cierra uno de los capítulos y sin más dilación se abre el siguiente. Este otro incluye un Sónar de día donde reapareció el mítico Tarzán y que acabó (¿es que quedaba alguna duda?) a las mil quinientas. Y el siguiente Primavera, que nos dejó en un ko técnico ideal para ver al Barça ganar una Champions en lo que fue una memorable sobremesa, previa paella con un remoto efecto paliativo. Sólo lo pudieron arreglar los chupitos-gol que cayeron durante la tarde maratoniana. La pobre meta aún no ha sido capaz de contarlo.

Luego volamos para pasar aquellas 48 horas míticas en Gijón. Era verano, llegaba septiembre. En la playa de San Lorenzo nunca vieron un uniforme tan mediterráneo para un clima tan norteño. Pero la sidra, que todo lo puede, amortiguó la hipotermia y la historia terminó como terminan estas cosas: en un bareto de Cimadevilla que no cerraba ni para Dios rodeadas de la santísima trinidad a la que seguimos rezando hoy. You know what I mean.

Y ay. De nuevo el Primavera. El año pasado. Teléfono en mano en los trayectos entre el escenario X y el escenario Y (unos mil kilómetros: dos trenes no se cruzarían en la vida) estableciendo conferencias con Granada en el clásico momento vital en que el alma se nos iba por una más de esas llamadas. Palmando el viernes en el trabajo porque el jueves –as usual- se nos había ido de las manos. Y palmando de nuevo el domingo para bajar a un Arc de Triomf donde Nacho cantaba y nosotros nos mojábamos. Tan alegremente. La visita previa al festival fue la bomba y la siguiente también, y esas semanas estuvieron marcadas por el ‘Tú, misionero de Dios’ que justo anda sonando de fondo mientras escribo esto y que en directo fue un rayo de luz que deslumbró a la mismísima primavera.

En fin. Hasta aquí llega este recuento parcial e incompleto, cuyo crono se volverá a activar en cosa de un par de días. Ojalá la progresión siga este ritmo. Y ojalá nos crucemos en alguna de las barras. Ya andamos calentando, porque un to be continued nunca tuvo más sentido.

No hay comentarios.: