viernes, 13 de noviembre de 2015

El bar de las grandes esperanzas.

Si Stoner se me apareció en un vuelo con destino San Francisco, terminé El bar de las grandes esperanzas en uno de vuelta a casa procedente de Dublín. No puede ser casualidad que ambos trayectos se me pasaran en un segundo, a mí, que siempre tuve una claustrofobia atroz en los aviones, por no hablar del mono de tabaco. 

La historia de Moehringer es la de un chaval que crece sin padre –o peor, con un padre al que sólo puede escuchar a través de la radio y al que llama La voz- y que encuentra respuesta a la mayoría de las cosas en un bar, que acaba convertido para él en un lugar mítico. Una especie de Comala a las afueras de Nueva York, y no queda muy claro si al lugar donde has sido feliz hay que tratar de volver o no, aunque lo haga.

No tiene el tono y el estilo de Stoner, pero es igual de emocionante. Como en Stoner, el momento en que el protagonista descubre los libros marca un antes y un después, portadas arrancadas mediante. Su primera visita a Yale hace que, literalmente, salten las lágrimas. Y cada vez que se hunde, que no puede, que fracasa en su empeño, se convierte en un personaje más verdadero y más fascinante; menos personaje.

En el bar se hace un hombre, una de sus grandes obsesiones. Lucha contra su nombre, contra el amor devastador por una chica caprichosa, contra sus propias frustraciones, contra la pobreza, los complejos y el miedo. Aprende que la confianza lo es todo y que el verdadero monstruo está en la decepción. Entiende que cuanto más miedo dan las cosas, más hay que afrontarlas. Y crece: va creciendo con ello.

Por el camino, convierte a los parroquianos del bar en sus grandes héroes y habla de ellos –y en especial del tío Charlie, paradigma de la adicción a la derrota- con más amor que el que hay en la mayoría de novelas románticas. Al final, en su empeño por desarrollar la masculinidad, descubre que todas las cualidades que admira están en una mujer. Ni más ni menos que su madre, con quien cierra los agradecimientos de este libro.

A lo largo de la historia Moehringer se la pega una y otra vez. En el colegio, en la universidad, en el New York Times, en la vida.


Aún así, leer y escribir le salvan. Y en serio: lo hace maravillosamente.

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