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Año nuevo.
El anterior empezó por la
puerta grande, y eso que nadie tenía ni puta idea de cómo de enormes iban a ser
las siguientes. Recuerdo esa noche de Reyes medio dulce y medio triste, marcada
por los chuts que iban fuera, sí, pero rozando la mismita escuadra. También hubo
un par de fiestones en modo hachazo y muchas noches de frío polar y algún que
otro impacto de meteorito milenario. En febrero leía a Leila e intentaba –con
mayor o menor éxito- no tirarme de los pelos, mientras cogía un tren en
dirección al sur para traerme de vuelta una resaca antológica y lapidaria, de
esas de poner encima de la tele, de recuerdo. Marzo fue la vuelta de Nacho y
también Granada, con sus reencuentros animales y su Sacromonte tan hermoso como
nunca, ahí abrevándonos el alma. Para abril no tengo palabras, porque fue
directamente imposible: una de las locuras más bonitas y también más rematadamente
difíciles que conozco. A fuego –pero muy a fuego- es poco. En mayo la ciudad se
llenaba de música mientras nosotros bailábamos entre catástrofes naturales y otros
despropósitos, como aludes de campañas o enormes tragedias griegas. Junio trajo
algo de luz: quizás para que nos dieran las diez y las once y las doce y la una
y las dos en una tremenda previa a un precioso solsticio de verano. Conducir a
Cadaqués temblando y ponerse las cangrejeras fue todo uno. Julio llegó radiante,
como siempre, y hubo que cumplir 30 y hacerlo con seriedad, así que durante un
fin de semana, el de las noches perdidas, todo estuvo bien y nada importó nada.
A agosto lo salvamos de un épico naufragio en zodiac y de una carretera infernal
a base de escalas técnicas y diez millones de mensajitos, litros de limoncello
mediante. De septiembre recuerdo a un bichejo, y también estar bailando (bailando) con el
corazón prácticamente roto en un pueblito perdido entre mil montañas. Octubre
fue complicado, porque trajo consigo el otoño, pero a noviembre lo recibimos en
Madrid, que es el lugar perfecto para huir o para enterrar cualquier cosa a
base de litros y litros de cerveza de la buena. Y diciembre, en fin, siguió como siguen
las cosas que no tienen mucho sentido, pero fue más lindo de lo que esperaba y
escuché llorar a Sabina y lo terminamos juntos en uno de los retiros espirituales más macarras
y más bucólicos nunca vistos. Y de pronto ayer; una nueva noche de Reyes, una nueva mezcla de dulzura y tristeza. Me di cuenta de que solo ha pasado un añito, pero que ha llovido mucho y
más que bien. Y de que a pesar de todo seguimos vivos, haciendo el pececito como idiotas, y eso sólo
puede ser obra de la mismísima gravedad o de un asombroso milagro. Todo es según se mire.
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