miércoles, 7 de enero de 2015

Año nuevo.

El anterior empezó por la puerta grande, y eso que nadie tenía ni puta idea de cómo de enormes iban a ser las siguientes. Recuerdo esa noche de Reyes medio dulce y medio triste, marcada por los chuts que iban fuera, sí, pero rozando la mismita escuadra. También hubo un par de fiestones en modo hachazo y muchas noches de frío polar y algún que otro impacto de meteorito milenario. En febrero leía a Leila e intentaba –con mayor o menor éxito- no tirarme de los pelos, mientras cogía un tren en dirección al sur para traerme de vuelta una resaca antológica y lapidaria, de esas de poner encima de la tele, de recuerdo. Marzo fue la vuelta de Nacho y también Granada, con sus reencuentros animales y su Sacromonte tan hermoso como nunca, ahí abrevándonos el alma. Para abril no tengo palabras, porque fue directamente imposible: una de las locuras más bonitas y también más rematadamente difíciles que conozco. A fuego –pero muy a fuego- es poco. En mayo la ciudad se llenaba de música mientras nosotros bailábamos entre catástrofes naturales y otros despropósitos, como aludes de campañas o enormes tragedias griegas. Junio trajo algo de luz: quizás para que nos dieran las diez y las once y las doce y la una y las dos en una tremenda previa a un precioso solsticio de verano. Conducir a Cadaqués temblando y ponerse las cangrejeras fue todo uno. Julio llegó radiante, como siempre, y hubo que cumplir 30 y hacerlo con seriedad, así que durante un fin de semana, el de las noches perdidas, todo estuvo bien y nada importó nada. A agosto lo salvamos de un épico naufragio en zodiac y de una carretera infernal a base de escalas técnicas y diez millones de mensajitos, litros de limoncello mediante. De septiembre recuerdo a un bichejo, y también estar bailando (bailando) con el corazón prácticamente roto en un pueblito perdido entre mil montañas. Octubre fue complicado, porque trajo consigo el otoño, pero a noviembre lo recibimos en Madrid, que es el lugar perfecto para huir o para enterrar cualquier cosa a base de litros y litros de cerveza de la buena. Y diciembre, en fin, siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, pero fue más lindo de lo que esperaba y escuché llorar a Sabina y lo terminamos juntos en uno de los retiros espirituales más macarras y más bucólicos nunca vistos. Y de pronto ayer; una nueva noche de Reyes, una nueva mezcla de dulzura y tristeza. Me di cuenta de que solo ha pasado un añito, pero que ha llovido mucho y más que bien. Y de que a pesar de todo seguimos vivos, haciendo el pececito como idiotas, y eso sólo puede ser obra de la mismísima gravedad o de un asombroso milagro. Todo es según se mire.

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