No hay nada tan frágil
como los nuevos sentidos (viejas sensaciones) del mes dos ni nada tan serio
como sus patas de gallo en esa foto. No hay nada tan triste como escribir cuñas
para Spotify, sabiendo de antemano que las vas a odiar para siempre.
No hay nada –pero nada-
tan sórdido como un ministro del Interior.
No hay nada tan grande
como la primera cerveza después de un día especialmente difícil. No hay nada
tan débil como un gremlin frente a un Jack Daniels ni piel de gallina más real
que la que pone una nueva canción que se cuela en el panorama como hacen las
grandes canciones: con alevosía, de repente y a traición.
No hay nada más jodido que
una página en blanco, ni tampoco nada más sagrado.
No hay nada peor que la
absoluta falta de voluntad para con según que cosas. No hay nada tan especial
como un par de palabras que vuelan ni nada más frustrante que la impotencia,
especialmente en un campo de fútbol. Nada más leve que la mirada que pone el
punto final a una historia insoportable. Nada más gracioso que cualquiera de sus
chats delirantes. Nada que desquicie más que una noticia a destiempo, cuando
menos la esperabas.
No hay nada, y esto es
una certeza, un axioma, una verdad incuestionable, más incompatible con la
depresión que unos berberechos en una terraza bajo el sol.
No hay tan dulce como la
sensibilidad de tres o cuatro músicos que escriben. Ni tan divertido como las
resacas con la rubia. Nada tan poderoso como un verso crucial. No hay nada más
sobrevalorado que Cesc o Murakami. Nada tan hipócrita como la Iglesia ni tan
descorazonador como la fe. No hay nada tan macarra como las escenitas que me
monta bajo la ducha ni nada tan inhumano a la vez. No hay nada más adictivo que
las historias que llevan la firma de Enric. No hay nada más impresionante que
míster-dos-palmos-Fassbender, o quizá sí: la sonrisa del propio Fassbender.
No hay nada más tremendo
que ver como poco a poco las tardes se alargan. Nada tan emocionante como
plantear la siguiente huida. Nada tan irresistible como según qué textos. No
hay nada más gris que la sección de economía y nada más desesperante que el
maldito insomnio. No hay nada más definitivo que sus manos ni más tentador que
sus ojos.
No hay nada más excitante
que la otra noche con él ni tampoco nada más inesperado. Nada más ridículo que los tomas y dacas a posteriori
muertos de la risa, uno en Boston y otro en California. Nada más implacable que las confesiones y nada más reconfortante
que 92 minutos de fútbol del de verdad.
No hay nada más cruel
que las malditas corrientes migratorias.
Ni nada más bonito que
ver llegar, con una caña en la mano y presintiendo que habrá que atarse otra vez los
cinturones, la bendita primavera.
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