viernes, 30 de abril de 2010

Después de un concierto.


Ya habíamos llegado tarde al concierto porque yo venía de un rodaje. Que nadie jamás, y sé lo que me digo, se fíe del planning de horarios de un rodaje. Já. No se ha cumplido ni una sola vez en la historia de los rodajes, me juego la oreja derecha.
Pues aún perdiéndome los últimos dos planos, llegamos tarde al concierto, que encima era en el maldito Palau Sant Jordi, que está lo más a tomar por saco que se podía. Total, que cuando encontramos nuestros asientos (porque no es que el personal del recinto tenga muchas luces) la primera canción ya estaba a medias. Shit. Shit, shit y shit. Gracias al cielo, conseguimos calmarnos y el resto del concierto fue espectacular, de esos de pajaritos por dentro y ganas de ponerte a bailar los valsecitos, las baladas y hasta las rancheras. Maestro, no te mueras nunca.
Cuando acabó, snif, empezamos a bajar andando hacia la civilización con la absurda esperanza de encontrar un taxi más o menos cerca. Já. Una hora andando. Y cuando (estábamos ya en Parla) encontramos el primero libre, se lo dejé coger a él porque tenía que pasarse por el trabajo -no eran horas- y porque no está mal ser un poco caballero aún siendo una dama.
A lo que voy. Yo cogí la siguiente lucecita verde en lo que a esas alturas ya me pareció un milagro. Lo conducía él. Un chico monísimo que me contó porqué estaba en un taxi, que llevaba meses sin vacaciones, que vivía solo y que con un poco de suerte la semana siguiente se iba a esquiar. Preguntándome, a todo esto, por mi vida, mi concierto, vi trabajo, mi afonía. Sólo estuve con él 15 minutos. Pero supe que hay un taxista encantador en el mundo. Al menos hay uno. Y yo lo he conocido.

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