sábado, 27 de septiembre de 2014

Tenía que ser hoy.

Tenía que ser hoy.

Hoy, que me he levantado tocada, porque desde hace unos días ando pensando demasiado en lo frágil que puede llegar a ser todo. En lo jodida que es la culpa, por irracional, por despiadada. En lo complicado que es sostenerse en pie mientras alrededor la murallita china se va derrumbando como un castillo de cartas.

Tenía que ser hoy, y tú -precisamente tú- tenías que estar ahí. Fumando en esa esquina. En un gesto tan tuyo que me ha costado una milésima de segundo reconocerte, aunque estuvieras de espaldas y mi miopía siga siendo de traca.

Y se ha detenido el aire, y el tiempo, y la gente que cruzaba la calle, y he pensado que estás igual, y cuando me has sonreído he visto que de verdad te alegrabas de verme. Y han sido cinco minutos, pero has tenido suficiente para darte cuenta de que algo andaba regular y yo te he dicho que ya te contaría. Y llevaba un par de años sin verte pero aun así me ha dado un poco de pena decirte adiós, porque siempre me dio un poco de pena decirte adiós y es probable que ya no se me quite nunca.

Y ahora, aunque no sé si pasarán dos años más, o precisamente por si pasan, me pregunto qué te voy a contar cuando nos sentemos con una cerveza. Si te hablaré de una borrachera animal de una noche de diciembre (parece que fue hace mil años), o de una tarde de reyes extraña, o de un millón de noes que se convertían en síes como si yo fuera una maga, o quizá siéndolo un poquito. Si te hablaré de leones, de chinchillas o lobitos.

Te tendré que explicar que hubo un jueves en el que todavía no puedo pensar sin que se me ponga la piel de gallina. Que llovía, y yo no tenía un buen día, y llevaba unos pelos del infierno y que es verdad que supe, dos segundos antes de que empezara a hablar, lo que el muy animal iba a decirme. Te contaré que de las mil reacciones posibles yo no pude elegir la mía y que a partir de ahí algo cambió dentro. Y añadiré que si aquella noche conseguí dormir fue gracias a un bourbon infinito, y que cuando abrí los ojos a las cinco de la mañana ya no los pude cerrar más, de puro asombro.

También te hablaré de una llamada de domingo, justo después de un vermut que se alargó un par de siglos, y también de un email cargado de explosivos que me mató como solo me mataban los tuyos. Y de los tres o cuatro pitis que se me atragantaron con las respectivas noticias que se sucedían, haciendo del panorama un descalabro cada vez más grande. Y cuando me mires, con los ojos como platos, te diré que sí: estamos vivos de milagro.

Y aún no habrás oído nada, porque te tendré que contar que hubo un par de posts que me paralizaron entonces y lo siguen haciendo ahora, porque estaban escritos para nosotros, y que te podría dar un concierto infinito con las canciones que viven conmigo en todo este pollo. Sé, además, que entenderás perfectamente lo que hace la música en estos casos, cómo estremece y cómo ya nunca dejará de hacerlo.

Y contendré el aliento, porque llegará el momento de hablarte de una noche preciosa al llegar el verano y no tendré palabras para que entiendas lo especial que fue y lo asustada que yo llegaba a estar, como si fuera la primera vez y porque en parte es que lo era. También te diré que luego me marché unos días y que me encantaban los momentos cuando, por fin sola, antes de dormirme, me asaltaban flashes que me hacían temblar, y que temblaba.

Entonces pediremos la siguiente, porque me costará seguir hablando porque a ratos ni siquiera me lo creo, y para coger aire te diré que cumplir 30 fue de locos. Que un poquito más y muero de amor. Que además estaban todos a mi lado. Que no me pude sentir mejor.

Y puede que, si me preguntas por las vacaciones, te cuente que lo pasé bien, y que andaba sonriéndole al teléfono como una imbécil. Te diré, porque no voy a engañarte, que también sufrí lo mío. Pero que pese a todo cada vez que uno de los dos volvía el otro andaba esperándole y que eran bonitas las noches juntos entre escala y escala y maleta y maleta y playazo y playazo. Que le echaba de menos y para mí era raro el sentimiento. Que siempre lo acabábamos arreglando a besos.

Llegará un momento en que no sabré qué más explicarte. Y eso que no habré mencionado el aeropuerto, ni el domingo precioso en el parque sin hacer nada especial y teniendo más que suficiente, ni el beso aquél en el metro ni el par de días en la montaña, tan muertos de amor y tan rotos de pena. Tampoco tendré tiempo de hablarte de mi nueva pulserita prefe, ni de cómo alucino algunos días al despertar ni tampoco de la bronca épica por teléfono, ni de las anacondas y las preciosidades que se han ido colando en esta historia. No sabré explicarte cómo pasa el tiempo a veces ni cómo, a pesar de todo, siempre está al lado.

Es verdad: me dejaré un millón de cosas. Pero tú habrás entendido perfectamente lo que está pasando, y además te sonará mi cara, y la forma en que sonrío mientras voy hablando, o cómo me sonrojo si me paso un poco recordando. Sabrás una centésima parte del cristo bendito que vivo pero sabrás, y eso no tendré que contártelo, de qué te hablo. Te habrá quedado más que claro.

Y para entonces ya se habrá hecho tarde y habrá que ir para casa. Y me apuesto lo que quieras, porque mira que ha llovido pero te conozco, a que no me dejarás pagar mis cañas. Saldremos del bar y ya en la acera te diré adiós, como hace un rato. Y al alejarme andando por la calle, después de la media sonrisa que habré tenido que forzar y que me saldrá mal, sentiré esa punzada de pena. 

Como hace un rato.

Y sin embargo.

No hay comentarios.: