lunes, 8 de febrero de 2010

La pena o la nada o el doble de todo esto.

Traga saliva, que esto va en serio.
Prueba a ponerte esa canción a toda hostia y dime que no te acuerdas de nada.
Ni de las sábanas impecablemente planchadas ni de las cortinas descorridas a propósito ni del baño con las cuatro paredes de cristal ni del si te pones así siempre me podrás pedir lo que quieras.
Sube el volumen. Un poco más. ¿Todavía no te acuerdas? ¿Y a quién quieres engañar exactamente?

Respira hondo, que esto no es broma.
Coge un avión y vete. Aterriza, alquila un coche, conduce -conoces de sobra la ruta- y dime que te has olvidado de todo.
Del jardín de las delicias descubierto por azar de los mojitos antes de la cena de las curvas más animales del mundo en la moto -no nos matamos pero nos morimos. O algo parecido.
O a lo mejor nunca estaremos más vivos que entonces.

Esfuérzate, valdrá la pena.
Pide otro whisky de los nuestros y dime que no eres capaz de oír ruidos, gemidos, despropósitos, alaridos.
Dale un trago y dime que no te atrincherarías ahí otra vez, en mitad de la nada, a enseñarme todo lo que has aprendido desde entonces. Un trago más largo, de esos que sientes bajar por la garganta hasta las entrañas, pasando por el rincón más oscuro del alma. Ahora dime que no eres capaz de oírme chillar como una posesa.

Pero dímelo sin temblar, mientras me tocas tan adentro de los ojos.

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