El plan era serio,
maquiavélico, inamovible: el cristo bendito de las últimas semanas había que
exorcizarlo. Por lo civil o por lo militar. Y la catarsis se llevó a cabo sin
puertas y sin ventanas, que es como hay que ejecutar este tipo de cosas. Para
habernos matado una vez más, y no queda claro si hubo más posibilidades antes o
durante el festival de las noches perdidas, o si tal vez las habrá después. Que
los estadísticos del CIS ahí andan, con las calculadoras echando humo.
El equipo se formó como
en el colegio: con cada capitán eligiendo a los suyos y de ahí a por todas, como
a la guerra. No faltaron los empujones ni tampoco las toneladas de barro sobre
el terreno de juego, listas para joder zapatos y hasta algún modelito inhumano.
Que Nacho apareciera
casi por sorpresa y que llegáramos a verle rozando el bendito larguero fue la tremenda
previa que correspondía a tan enorme asalto. La gran broma final, como no podía
ser de otra forma, apareció en escena puntual y por la puerta grande. Y lo
siguiente fue palmar en el curro un viernes más de primavera tras más de 8
horas de paseos y botellitas, cumpliendo a rajatabla todo pronóstico posible.
Más que una siesta, lo de
esa tarde fue una emboscada. De la merienda de los campeones es mejor ni
hablar, y bueno, hubo que ir a cantar las clásicas alegrías que suenan de fondo
en los incendios. El modo polizón se activó en el mejor momento posible, para
oír cómo necesitan a sus chicas los cantantes más descarriados del planeta. Que
ahí estábamos, lujos ibéricos es poco. Así que luego, para que no decayera, llegaron
los ataques de frío atroz y un montón de tarjetitas alineadas que a ratos rompían
filas.
Que se hiciera de día y
no hubiera unas gafas de sol a mil millas solo era una constatación –y van…- de
lo hábiles que hemos sido desde siempre. La vuelta a casa se caracterizó por la
dignidad y el descojone y el pánico a otra sesión en modo maratón con que
rematarlo -con que reventarlo- ya del todo.
Y la vida siguió como
siguen las cosas que no tienen mucho sentido, y la tarde del sábado se libró como
con yelmo y cota de malla. El susto era tal que las botellas se vaciaban a
ritmo de corneta y el taxi aceleraba como un condenado en los semáforos en
ámbar. Llegar y saltar como cabritillas fue la misma cosa. Y las carreras a las
barras y las canciones en modo jitón se sucedían y el sol salía a traición, que
es como sale los domingos de guardar y demás días señalados.
En el metro de vuelta, y
a esas alturas, ya dio igual 4 que 8 y casi que 80. Y el desayuno no fue en
Tiffany’s y la guinda, para variar, llevó dos dedos de espuma y se reprodujo
como los panes y los peces. El paseo de vuelta a casa –demacrados no, lo
siguiente- rozó la felicidad y al sindiós –al sinbeber- le llegó el fundido a
negro como debía ser: más tarde que temprano. Constatando que otra primavera se
nos había ido de las manos.
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